Relatos sorprendentes

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El septimo sello 18 agosto 2009

Filed under: Amigos autores — tiberiocesar @ 22:56

EL SÉPTIMO SELLO


El sacerdote se entretuvo todavía unos instantes en la sacristía; antes de salir asomó la cabeza, como un hurón curioso antes de abandonar su madriguera. Miró el calendario que colgaba en la pared, justo al lado de una imagen de la Virgen María sonriente. Era cinco de agosto de 2001.

Se ajustó el alba y fijó la estola sobre sus hombros. Echó un último vistazo a su aspecto, y cuando quedó conforme, penetró en el templo.

Pocos corderos hay en este rebaño. –Reflexionó mientras se dirigía hacia el altar. Cuando llegó a su altura, realizó una leve genuflexión.

Se situó frente a los feligreses, y se lamentó de la vasta soledad que lo acompañaba cada tarde. Apenas unas viejas que parecían rumiar sus oraciones en silencio, componían la exigua parroquia; carraspeó, y sus gruñidos llenaron el silencio del templo, a través de la megafonía. Una de las viejas salió de su sopor de forma repentina, y bostezo con pereza, mientras abría los ojos con estupor.

-En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo; el Evangelio, según San Juan… por la Señal de la Santa Cruz… -Desgranó el sacerdote con desgana. –Hermanos, hoy voy a hablaros del Apocalipsis… -Los ojos de los feligreses parecieron tomar renovado interés.

-…Cuando el tercer ángel tocó la trompeta, cayó del cielo una gran estrella, la cual ardió sobre la tercera parte de los ríos y las fuentes de las aguas.

El anciano se ocultaba entre las columnas que jalonaban el ábside de la iglesia, como si quisiera huir de las miradas recriminadoras, que en su cabeza, lo perseguían desde hacía ya más de cincuenta años.

-¿Qué demonios sabía aquel cura del Apocalipsis? –Se dijo a si mismo; el lo había presenciado, es más, lo había provocado. Aquellas pavorosas imágenes de destrucción, lo torturaban cada maldito día de su despreciable existencia. El viejo cerró los ojos, y la pesadilla tomó forma de nuevo en su mente.

Alamogordo, primeros días de agosto de 1.945. El desierto es espantoso, un abrumador terreno vacío que se extiende hasta el infinito; el coronel Paul Tibbets detiene la marcha del jeep, al vislumbrar a lo lejos la torre de acero que cobija al artilugio. Echa mano de sus prismáticos de campaña y otea el horizonte. Allí está, enorme, cubierta con un toldo que oculta su compleja naturaleza a los ojos de cualquier curioso. Tibbets intenta tragar saliva, pero tiene la boca seca –puto polvo del desierto– maldijo entre dientes, antes de reanudar la marcha.

Tibbets sólo ha podido ver al físico Oppenheimer una vez, desde que fuera trasladado al mando del 509 Air Group; no le tiene simpatía, para él no es más que un jodido nazi renegado, pero a pesar de todo admira su inteligencia, el destello especial que brilla detrás de sus destartaladas gafas, y que lo sitúa a años luz de cualquiera de los mortales que conoce.

Hace apenas unas horas que ha recibido la orden, y todavía no ha tenido tiempo de digerir la magnitud de su misión, tan sólo de llamar por teléfono a sus subordinados. El único que ha titubeado un poco ha sido Parsons; antes de iniciar el vuelo tendrá que encargarse de que se encuentra en condiciones de realizar el trabajo que se espera de él, en esta ocasión no caben vacilaciones.

Las islas del Japón parecen un montón de cagarrutas de mosca esparcidas sobre el mapa de campaña. Los componentes de la misión se miran unos a otros disimuladamente, ninguno quiere mostrar temor, pero es evidente, por la lividez de sus rostros, que conocen de sobra a lo que se enfrentan.

Hay poco que contar, las instrucciones ha sido repetidas una y otra vez, hasta la saciedad, de forma que cada uno de los miembros del equipo, conoce su cometido a la perfección.

Todavía no ha amanecido sobre Alamogordo, y los motores de los B-29 ya han comenzado a rugir; antes de embarcar en su aparato, Tibbets se ha entretenido en retocar la inscripción que luce el bombardero en su morro: Enola Gay, en honor a su madre. Ha notado un cierto temblor en su mano derecha, apenas perceptible, pero está ahí.

Cielo despejado sobre Hiroshima.- El control meteorológico llega de forma nítida a la escuadrilla. Ya es día seis, el desierto de Nuevo México va quedando atrás poco a poco, y la ciudad secreta de El Álamo, es apenas una mancha en medio de la vastedad del páramo.

Tibbets es un hombre duro, no en balde ha visto morir a mucha gente, está seguro de que no habrá problemas, cumplirá la misión sin vacilar, igual que en Dresde o Berlín. Sin embargo, no puede quitarse de la cabeza los cientos de miles de personas que va a desintegrar en apenas unas horas. “Desintegrar”, la palabra retumba en su mente, con el martilleo constante del remordimiento.

A las ocho de la mañana, Hiroshima aparece con nitidez ante los ojos del coronel; los B-29 de reconocimiento, ya han dado el visto bueno. Tibbets reza un padrenuestro, es algo íntimo, no sabe muy bien si pide por el alma de los que van a morir, o por la suya propia.

Las compuertas del sollado se abren, y la bomba comienza su caída libre, en apenas cuarenta y cinco segundos, se habrá desatado el Apocalipsis sobre Japón, ni tan siquiera San Juan Evangelista, hubiera podido imaginar semejante devastación. Liberado del peso del artilugio atómico, el Enola Gay sufre un impulso que le hace remontar altura rápidamente; 42, 43, 44, los segundos van cayendo sobre la conciencia del coronel Tibbets, que ni tan siquiera se atreve a mirar hacia abajo.

Un fulgor prodigioso se abre paso ante sus ojos, la luz lo inunda todo, sin embargo todo es silencio. Un hongo atómico, de dimensiones pavorosas, se levanta desde el suelo. Tibbets está ciego, o al menos eso piensa, mientras intenta calibrar la magnitud de la explosión. Por mucho que lo intenta no puede hacerse una idea exacta del resultado de la misión, la luz rojiza procedente de la fusión atómica, se dispersa rápidamente por el cielo, al tiempo que un arrasador ciclón de fuego se abate sobre Hiroshima, reduciendo la ciudad y a sus confiados habitantes, a cenizas; calcinados sin tan siquiera una oportunidad para reaccionar, como si realmente, la ira divina hubiese caído sobre ellos.

-O.K. –Repiten una y otra vez desde la escuadrilla de reconocimiento. –Regresamos a casa. –Tibbets todavía está perplejo, incapaz de reaccionar. El Enola Gay emprende el largo regreso, dejando a su paso la mayor devastación que el hombre haya conocido jamás. Tibbets dedica un pensamiento a su familia –¿Dónde estarán ahora?– cavila con un pellizco de angustia atenazándole las tripas.

Ya es de día sobre Alamogordo; los B-29 se precipitan como aves de presa sobre la pista de aterrizaje, arrancada al desierto por los ingenieros del ejército. Si mira hacia atrás, parece que no ha sucedido nada, el cielo es luminoso sobre el desierto de Nuevo México, el inmenso secarral parece incluso hermoso.

Tibbets desciende del aparato, y se reúne con el resto del equipo, todos guardan un sepulcral silencio, como si se hubiera tratado de una misión cualquiera sobre cielo enemigo. Nada fuera de lo normal. El coronel tiene la boca seca, y escupe un gargajo entre sus pie, el cual se desparrama sobre una hilera de hormigas rojas, que queda atrapada entre la mucosidad blanquecina. Tibbets las estruja con la punta de la bota, y cuando aparta el pie del suelo, contempla horrorizado el amasijo apelmazado de diminutos cadáveres, envueltos en sus propios mocos. Por un instante su imaginación vaga sin control sobre los rescoldos de Hiroshima, sabe que las imágenes que acuden a su conciencia, como mudos espectros, ya no le abandonaran jamás.


Diego Castro Sánchez



 

6 Responses to “El septimo sello”

  1. bovashoommopy Says:

    Fantastic issue, did not thought reading this was going to be so awesome when I looked at your link.

  2. smagealay Says:

    True words, some true words dude. Totally made my day!

  3. Diego Castro Sánchez Says:

    Joer, en inglés, no me entero de nada, pero intuyo que os ha gustado. Gracias por dejar vuestros mensajes.

  4. catigomez Says:

    😀 😀 😀 Pa que veas, Diego, te comentan en to er mundo 😀 😀

  5. Diego Castro Sánchez Says:

    Ya ves, Cati, esto es la leche, ¿qué va a ser lo próximo? ¿El Nobel? Ja, ja, ja. ¿Aonde te metes que no te veo hace un siglo? Aprovecho para felicitarte la Navidad y el Año Nuevo, que luego con los líos no nos acordamos (los líos familiares, claro…)

  6. catigomez Says:

    Tú coge carrerilla y ya verás que pronto tenemos que llamarte de usted 😀
    ¿Que dónde me meto? En casita, hijo, que los chiquillos están en una edad mu mala y no se les puede dejar solos un minuto. Y ahora, en vacaciones, menos todavía. A ver si les atiborro a polvorones y me escapo un ratillo de vez en cuando. Felices fiestas a ti también. Besazos. 😀


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