Era una noche tormentosa, fría, oscura. El viento azotaba los árboles de aquel bosque y su pelo azabache.
Él era pálido, piel blanca como la nieve y cabellos rizados por los hombros, como corona de fuego negro, colocado desordenadamente de forma majestuosa.
William, que así se llamaba, corría como una bestia a través del bosque, sin destino fijo, pero con solo con una razón de viaje: sangre. El hambre lo corrompía por dentro y olía a carne fresca, pero sobre todo, olía el miedo.
En un claro iluminado por la luna llena, había una joven de, poco más o menos, dieciocho años. Temblaba de frío y miedo. Estaba sola, se sentía sola, en medio de un bosque desconocido y húmedo . Oía ruidos extraños y gemidos de cansancio.
Y de repente, gritó. Gritó con todas sus fuerzas al ver dos pequeñas luces rojas, como rubíes redondos por encima de sus ojos, a la altura de su frente. En ese momento, William se abalanzó sobre la joven y sobre su cuello. Un líquido caliente y de sabor metálico recorrió lentamente la barbilla de Will, dándole más hambre y voracidad.
El grito se acalló, y con ello, su pulso. Su corazón dejó de latir y como veneno, un temblor recoríó el cuerpo sin vida de Lucie . Will consiguió lo que quería. Ahora, Lucie era inmortal.
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