Relatos sorprendentes

El rincón de los contadores de historias…

Claudia Aynel 12 septiembre 2011

Filed under: Amigos autores,Página de autor — claudiaynel @ 19:15
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Autora novel. En su página de autora en Bubok podréis encontrar y descargar sus obras «Último día en Estambul» y «El Guardián del Lago».


Madrileña de nacimiento y mexicana de adopción, Claudia Aynel comenzó a inventar historias a los ocho años, y a escribirlas a los catorce.

Dejó la pluma para lanzarse a manejar lápiz, portaminas y estilógrafo durante los años que duró su época de estudiante de Arquitectura. En ese tiempo escribió poco pero, gracias al transporte público, leyó mucho, muchísimo. Entre sus autores favoritos se cuentan Paul Auster, Ian McEwan, Amelie Nothomb, Truman Capote y Philip Roth.

Es a la profesión de arquitecto a la que se ha dedicado durante diez años, y que constituye su otra pasión, aparte de la literatura. Claudia Aynel retoma ahora la escritura, tras casi veinte años de barbecho literario.




Mis relatos en este blog:

El Guardián del Lago (I)

El Guardián del Lago (II)

Último día en Estambul

Aguas, tierras, frutas y hierbas

Poema diminuto

La música ausente

Sonrisa Invisible

Color blanco

Maldito mar

LUNA NUEVA, LLUVIA DEL ALBA

DEFINITIONS

DEFINICIONES (Versión española)

EENIE MEENIE EVENING SONG

EENIE MEENIE-CANCIÓN VESPERTINA

Ganas de quedarse



 

Ganas de Quedarse 18 abril 2011

Filed under: Amigos autores,Últimos post — claudiaynel @ 17:00

Juego de colores en somnolienta nube,

violeta por fuera, rosa por dentro,

fruta volátil que sabe a reloj inmóvil,

a deseo consentido y a deber ignorado,

fruta que viaja como un coco en la corriente

navegando sobre el eco de una voz.

Quiero exhibir esa voz

en público homenaje,

mostrando los restos de un día:

mañana sin tiempo con destello de plata,

alegría por la tierra conocida y encontrada,

cascabel en el pecho, con sonido de selva y agua,

rincón de negra lluvia

que cubre con sus gotas

un desnudo y aterciopelado sol…

Homenaje a la fruta lustrosa

en mi recién inaugurado museo de palabras:

homenaje al poeta que deshace leyes y leyendas

curando con auténticas mentiras las inciertas verdades.

Homenaje a aquel que, cierto día, mostró

ganas de quedarse, ganas de volver…

Y ahora el oscuro deseo llena mi blanco vacío,

la voz oscura, lustrosa, me marca el ritmo

y aquí estoy,

trenzando palabras

con ese sueño oscuro y volátil del día de ayer.

©  Claudia Aynel,  Abril 2011


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EENIE MEENIE-CANCIÓN VESPERTINA 8 febrero 2011

Filed under: Amigos autores,Últimos post — claudiaynel @ 14:11

Eenie meenie,

café frío,

Miney mo,

mundo aburrido.

Comportémonos como dos niños chicos.

Nos lo merecemos,

la Hora del Vago ha llegado;

podemos hacerlo,

somos competentes, tenemos talento…

podemos permitirnos

una breve pausa

para saborear una caja,

de bombones de palabras en cuentos privados.

Tan habilidosos,

que levantamos hermosos castillos

sobre la arena de nuestros sueños insanos.

Tan duros,

que nos olvidamos

de lecciones aburridas,

direcciones, normas,

mapas, guías…

Tan atrevidos,

que nos internamos en los bosques en llamas

dejando a un lado nuestros caminos diarios…

–0–

Día Eenie-Meenie,

yo me siento en mi lujosa silla

y espero a que vengas a jugar:

tú vendrás y compartiremos

gotas secretas

de champán rosa

largo tiempo guardado en un cajón…

Traerás como regalo

pensamientos espumosos

envueltos en un poema

que me mostrará mi nombre secreto…

Hoy,

Miney Mo,

te quitarás tu abrigo-armadura,

te vestirás con ropas elegantes;

serás un ferviente peregrino en las Fuentes de la Vida,

deseoso

de llenar con dulce agua sagrada

tu copa vacía…

–0–

Amigo Miney,

todos los cuentos, todos los viajes

tiene sus vueltas y llegan a un final:

tras la Fiesta Nocturna,

desandaremos nuestro oscuro camino

desde ese brillante Manantial.

Llegará

La hora del cierre en las cuevas secretas,

la Hora de las Mentiras:

fuera luces, agacha la cabeza,

deja que el corazón gotee

palabras extrañas y doloridas…

–0–

Olvida la historia

que jamás nos contaremos.

Se acabó el juego,

Eenie Meenie,

márchate,

ya es tarde,

Miney Mo,

tienes miedo y tienes frío.

Vuelta al Mundo Silencioso y Aburrido.

Olvida las notas

De nuestra hermosa Canción.

–0–

En cierta calle privada

este brillante Castillo de Terciopelo.

quedará escondido…

Afuera,

en el mundo serio, frío y aburrido,

luces,

cuentos,

Horas de Niños Traviesos,

desaparecerán…

dulces,

tristes,

locas,

gentiles,

se funden

lentamente

ya…

© Claudia Aynel, Enero 2011

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EENIE MEENIE EVENING SONG

Filed under: Amigos autores,Últimos post — claudiaynel @ 14:10

Eenie meenie,

cold coffee,

Miney mo,

weary world.

Let´s behave like two naughty children now.

We deserve it,

for our Lazy Hour has come;

We can manage it,

for we are both talented and proficient enough:

we can afford a break to share

a box of private fairytales

made from chocolate words.

Skilled enough

to raise amazing castles

from the sand of some crazy dreams.

Tough enough

to forget about boring lessons,

compass roses, heavy rules,

maps or guiding books…

Bold enough

to leave aside our safe daily roads

and walk deep into the fiery woods…

–0–

Eenie-Meenie-Miney-Day:

Today, I´m sitting on my luxurious chair,

waiting patiently for my time to play.

You will come to share with me

some secret drops

of long-time-hidden-in-a-drawer

pink champagne…

You will bring as a present

some bubbly thoughts

wrapped into a poem

that might show me my secret name…

Today,

Miney Mo,

you will take off your armour coat,

you will get dressed with some elegant clothes;

you will become a faithful pilgrim at the Fountains of Life,

so eager to fill with sweet sacred water

your empty cup…

–0–

But,

Miney friend,

every journey and every tale

have their turns and come to an end:

after the Evening Party,

we might have to take the dark Road back

from our glittering Fountainhead;

closing time at the secret caves,

Liar´s  Hour would come instead;

lights off, faces down,

dripping of clumsy runaway words

at the inner corners of two painful hearts…

–0–

So I think, my friend,

we better forget the story,

that we did not tell each other today:

enough with this game,

Eenie Meenie,

I think you should leave.

It´s so late,

Miney Mo,

you look so afraid and cold…

Let´s go back to the Silent World,

forgetting every note

of our beautiful Evening Song…

In this private street

we might keep hidden

the Velvet Castle we built today…

Outside,

in the window´s weary world,

every light,

every crazy fairytale,

every Naughty Children´s Hour,

is disappearing,

sweetly,

sadly,

quickly,

madly

fading away,

right now…

© Claudia Aynel, January 2011

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DEFINICIONES (versión española) 23 septiembre 2010

Filed under: Amigos autores,Últimos post — claudiaynel @ 12:45

AMOR:

fantasma divino,

con el rostro de una Diosa,

y los colmillos de un Tigre.

Este fantasma taimado

hechiza a las pobres almas mortales,

extiende su red brumosa,

y los convierte en sus esclavos.

Puedes ver

A los pobres esclavos del amor,

con las manos atadas, los ojos soñadores,

el pecho abierto,

caminar en carne viva,

pobres almas en desdicha,

arrastrando

sus desdichados corazones

atados a sus tobillos

con una pesada cadena.

CAMA:

Es el nombre

de una llanura sagrada y no terminada,

el hermoso reino

que tú, como príncipe, y yo, como princesa,

compartíamos.

Su paisaje es todo fuego,

jungla neblinosa, rocío matutino,

lluvia y cálidas tormentas.

Cruzada por mil ríos,

salpicada por la sal de un mar amargo:

miles de lágrimas,

miles de temores,

miles de olas

de sueños jamás confesados,

el dolor y la rabia, mensajes embotellados,

girando y contaminando,

nuestra amistad

perdida para siempre

en las corrientes silenciosas.

TU:

Qué palabra tan difícil,

de amor y de odio.

La palabra que jamás pronuncio

porque prefiero utilizar tu nombre.

Tu nombre, amor,

se ha convertido en el nombre de un Dios:

lo menciono cada día cuando rezo.

Tu nombre Divino

me hace pensar en un rey,

me hace soñar con innombrables pecados.

Es una palabra prohibida en mi discurso público

pero una palabra obligatoria en mis cuentos privados.

Tu nombre

define

mi peor debilidad,

mi alegría más oscura,

mi error más dulce,

mi dolor más luminoso.

—-

Trato de definir

Cómo me siento

Cuando lucho a diario contra tu fantasma adorado.

Cómo me siento

cuando gobierno a solas

este país devastado,

desierto árido, llanura infinita,

que es mi cama solitaria

flotando en su frío y amargo Mar de la Soledad.

©Claudia Aynel, Agosto 2010

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DEFINITIONS

Filed under: Amigos autores,Últimos post — claudiaynel @ 12:43

LOVE:

is a Divine ghost,

with the face of a Goddess,

and the fangs of a Tiger.

This devious ghost

haunts poor mortal souls,

spreads its hazy web,

makes them fall into slavery.

You can see

those poor slaves of love,

tied hands, dreamy eyes,

wide open chests,

walking around in raw flesh,

poor wretched souls

dragging their poor wretched hearts

tied to their ankles

with such a heavy chain.

BED:

Is the name

of an unfinished sacred plain,

the beautiful kingdom

you, as a prince, me, as a princess

used to share.

Its landscape is  all fire,

misty jungle, dew in the morning,

warm thunderstorms and rain.

Crossed by a thousand rivers,

spilled with the salt of a bitter sea:

a thousand tears,

thousand fears,

thousand waves of unconfessed dreams,

sorrow and anger, like two bottled messages,

whirling around, contaminating,

our friendship

forever lost in the silent streams.

YOU:

Such a difficult word,

sounds  of love and hate.

The word I never pronounce,

for I prefer to use your name instead:

Your name, love,

has become the name of a God,

I mention it daily when I pray.

Your Divine name

reminds me of a king,

makes me dream of unspeakable sin,

is now a forbidden word in my public speech,

but a compulsory word in my private tales.

Your name

defines

my worst weakness,

my darkest joy,

my sweetest error,

my brightest pain.

—-

I´m just trying to define

how I feel

when I fight daily against your heavenly ghost.

How I feel

When I rule alone

this wasted country,

barren desert, infinite plain

which is my lonely bed,

floating in its cold and bitter Solitude Sea.

© Claudia Aynel, August 2010

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LUNA NUEVA, LLUVIA DEL ALBA 26 agosto 2010

Filed under: Amigos autores,Últimos post — claudiaynel @ 20:56


Explotó mi corazón,

mi ser se convirtió en sangre,

mi alma se derramó como si fuera agua.

El sol, el fuego y las estrellas,

sin dejar de cantar su canción,

me dieron la espalda.

—–

El dolor quiso saber

si el sol, el fuego y las estrellas

llegaron a ofrecerme, en algún momento, sus lágrimas.

No, dije yo, sólo cantaban,

y aguardaban la llegada del alba.

—–

Dijo el dolor: has de curar esta herida.

Debes recorrer la ruta del Norte

para aprender una vez más tu canción antigua.

Luminosa gema tallada,

tu trono aguarda, esculpido en luz,

rodeado de nubes y blanquísima escarcha.

——

Niña risueña fui, dije yo,

ingenua y llena de esperanza,

abrí las puertas de par en par,

y el rojizo huracán, avieso y tenaz,

se adueñó de mi casa de plata.

——-

El dolor dijo: aún son tuyos

esos prados en los que florecen la música y las palabras.

No te apures, dije yo,

esta noche no saldré a recorrer el cielo,

me quedaré soñando en calma.

El dolor sonrió,

y la luna plateada

que gobierna las mareas del alma

se tornó, de repente, tibia y rosada.

——-

Y, como dios en llamas, apareció el sol en el alba,

y se asomó a un vacío lecho de rocío y madrugada.

Ansiaba contemplar su fiero reflejo,

en el dulce espejo de un alma pálida.

Y encontró

unos ojos llenos de luz y de nieve,

los blancos dedos de unos pies

sobre la falda de la montaña;

una flor abierta entre las nubes,

que le mostraba, despierta y gentil,

una luminosa y rotunda espalda.

——–

El rey del sueño y de las mañanas

se deshizo sobre su llama apagada,

y abandonó el reino del nácar rosado y la altiva escarcha.

Se marchó con un hostil viento helado;

dejó algo de lluvia en el alba.

Y yo, como un músico errante,

camino ahora en pos de una nueva luna.

——–

Camino aprendiendo mi canción,

escuchando la voz del dolor,

añorando tontamente el calor del indigno sol

enjugando, como niño infeliz,

unas inútiles lágrimas.

Claudia Aynel   Agosto 2010

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MALDITO MAR 3 agosto 2010

Filed under: Amigos autores,Últimos post — claudiaynel @ 0:17

Cierra bien todas las puertas,

rásgate el pecho

y vuelca sobre el papel tus vísceras de tinta.

¡Maldito mar! ¡Malditas horas!

Yo, capitana de un barco maltrecho,

y tú, perdido en tu propia vida,

buceando en el barro de tu estanque de sueños.

—-

Dios multiforme que llora en su templo,

abro una y otra vez el baúl de los recuerdos

para adorarte de nuevo:

niño torpe en un columpio,

hombre de negocios, jugador orgulloso,

pescador sin suerte, animal feliz,

viajero que sonríe muriendo por dentro.

—-

¿Has atesorado alguna vez en un cofre mi voz?

¿Has soñado palabras divinas con la forma de mi cuerpo?

¿Has repetido alguna vez mi nombre en la noche?

Creo que no lo has hecho,

y ya no te queda tiempo:

la rueda del mundo gira,

y Sansón se cansó de colgar de las columnas del templo.

—–

Y, como me he liberado, voy hacia la luz,

y Dios guía mi barco, desarbolado y deshecho

hacia la Tierra de los Círculos Cerrados.

Allí te espero,

con tu nombre en la frente,

tu recuerdo en mis palabras,

tu sabor en la piel,

promesas de amistad antigua brotando en el pecho.

——

Para cuando inicies tu viaje,

¿Habrás aprendido a navegar?

¿Sabrás leer bien las estrellas,

o rogar por tus deseos?

¿Serás un verdadero dios?

—–

¿Habrás aprendido a reír y a llorar,

a permitir y a suplicar

y a descubrir todos los nombres secretos?

——

¿Serás capaz de rasgar tu alma y llenarla de tinta?

¿De pronunciar en voz alta palabras divinas?

—–

Espero,  dios maltrecho y vencido,

que hayas aprendido.

Pues tengo ganas de terminar este loco viaje,

para dejar sobre tu umbral la llave de mis sueños.

Me he cansado de trenzar mensajes, canciones y risas,

y quiero que el Maldito Mar

deje de una vez, y para siempre,

de bailar la Danza de las Horas entre tu pecho y mi pecho.

Claudia Aynel 2010.


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Color Blanco 4 julio 2010

Filed under: Amigos autores — claudiaynel @ 16:07

Nature's Maze (detalle) de Peter Callesen

(Uploaded with ImageShack.us)


Vida sobre un papel,

Blanco, puro, recto y limpio,

donde escribo sin temor ensuciarme

pulcras, y rectas líneas.

En ese papel no hay manchas

ni borrones

ni señales de dedos sucios de tinta.

No hay olores, colores,

sabores,

no hay rojo pasión de sangre encendida,

verde esmeralda de espera incierta,

azul profundo de sueño infinito.

amarillo dorado de inicio,

naranja brillante de mitad del camino,

violeta ardiente de la cima.

—-

Color blanco,

puro y frío.

De nube llena,

de nieve helada,

de sábana limpia.

—-

Blanco

de ausencia doliente,

de escasez y de añoranza.

Blanco de labor perdida.

—-

Blanco

de deseo en la cuerda floja,

de silencio implacable

de llamada no respondida.

—-

Blanco de caminar lento,

de vacío.

Se acabó la danza antigua

de  las pieles mojadas,

los cabellos trenzados,

el fuego en el barro,

la lluvia en el viento…

—-

Blanco de perdón.

Blanco de despedida.

Blanco de miradas serias,

de abandono de lugares…

Blanco de muerte fría,

de sangre blanca,

que ya no es roja,

se secó.

—-

Y sobre ese blanco,

frío y puro,

el negro ardiente de la tinta;

negra sangre de mis sueños,

sueños de amor,

que huelen a luz,

que saben a vida…

—-

Sobre un papel blanco, puro y limpio,

trazo mi entramado de pulcras y rectas líneas.

Volando sobre ese desierto de hoja helada y lisa,

donde no hay caminar de viajeros,

no hay huellas de pisadas,

no existen los borrones,

no se ven los errores,

no hay colores, olores, sabores,

no hay luz, no hay salida…

donde brilla el blanco color de la amargura,

escribo el olvido de esta vida

doliente,

blanca,

lisa,

pura,

pulcra,

recta,

limpia.

Claudia Aynel, Junio 2010

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Sonrisa Invisible 12 marzo 2010

Filed under: Amigos autores — claudiaynel @ 22:32

——
Si hubiera sabido que un baile y una canción imaginarios

iban a convertirme en la fiel seguidora de un rastro,

en alguien que espera noticias en la puerta,

en un corazón descubierto y sangrante,

no me habría sentado jamás a compartir contigo,

sonrisa invisible,

palabras de oro, calor, espuma y estrellas.

—-

Si hubiera sabido que por el tintineo de un vaso cambiaría mis planes,

asesinaría a mis dioses,

entregaría mis sueños,

y pondría a tus pies mi vida entera,

dueño del agua y de las mañanas,

jamás te habría dejado la puerta de mi corazón abierta.

—-

Aquí me tienes,

prisionera feliz

de una búsqueda que no acaba,

de una historia sin final,

de una mentira vergonzosa.

Te busco en cada esquina,

y prendo con dos dedos el eco de tu voz.

Mi único consuelo, señor de las horas,

es que tu también me buscas,

y me añoras.

Mi único consuelo es que, a veces,

cuando me visitas, ángel callado,

tus manos no me encuentran,

soy sólo una sombra,

y terminas lamentándote sobre mi huella silenciosa.

—-

Amo distante,

muero por zambullirme en la esencia de tu cuerpo,

por deslizar mis manos bajo tus colores,

por conocer tu humedad escondida,

por perderme en los paisajes

de tu tierra acogedora,

desconocida,

ardiente, febril,

oscura, voraz,

gentil, serena,

risueña y cálida.

—-

Señor del tiempo,

hoy te he enviado un mensaje;

Le he pedido a tu mano que viaje a través de los mares,

para estrechar durante unos momentos mi mano deseosa.

Si supieras, dios de mis sueños,

lo que ha sido para mí tu mano…

La luz de mis ojos cerrados.

La cavidad segura y confortable,

en la que ahora me refugio a cada rato

para añorarte, recordarte,

acariciarte,

besarte,

abrazarte…

¿Qué fue para ti mi mano, amor?

¿la promesa de una selva

poblada de flores,

sueños y luces,

húmeda y aromática…?

—-

En qué negocio ando metida,

amigo incierto;

En él, no gano nada.

Como cualquier otro enamorado soñador,

entregado a su causa sin condiciones,

cedo terreno en cada pausa.

—-

Sonrisa invisible,

hoy no has aparecido.

Hoy no he sabido de ti.

¿Te has marchado?

No creo…

Dijiste que querías sustituir el desierto gris de tus días

por un hueco en mi colorido y confortable diván.

—-

Señor del agua, señor del aroma de mi cuerpo,

si no vuelvo a tener noticias tuyas,

tendré que guardar mi corazón deshecho junto a tu voz y tus cartas.

—-

Ángel silencioso, sonrisa invisible,

rey del sueño, del tiempo y de las mañanas,

me duele el alma, me duele el cuerpo…

Me duele la vida.

Creo que Dios quiere castigarme

por haber convertido tu extraño y bello nombre en mi oración diaria.

—-


©   Claudia Aynel

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La música ausente 10 marzo 2010

Filed under: Amigos autores,Últimos post — claudiaynel @ 0:45
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(Nota sobre mis relatos)

Me gusta ilustrar mis relatos con fotografías de viajes, de momentos especiales, a veces, de escenografías elaboradas en casa. Y me gustaría poder llegar más allá: ilustrarlos auditivamente, crear una banda sonora que ayudara al lector a imaginar los mundos que yo misma creo.

Me gustaría poder perfumar esos relatos, llenarlos de esencias…

En lo que a los aromas se refiere, puedo, simplemente, mencionarlos para ayudar al lector. En cambio, la música que falta en esas historias, la que se ha de escuchar de fondo, ha de ser aportada por mí.

El esfuerzo que he tenido que realizar para encontrar esa música, buscando en mis archivos de sonido, en la web, en discos antiguos, ha sido como el de tratar de encontrar sonidos huidizos que sólo se han escuchado en sueños.

Aquí está toda esa música ausente:


El Guardián del Lago:

Para esta historia nórdica, de color de cielo azul, como el manto de Heledya, de color blanco de nieve, del color rojo sangre del manto y del corazón de Sarkan, he escogido notas limpias y puras, baladas tradicionales escandinavas, cuerdas medievales, tambores, sonidos broncos, gritos de guerra desgarrados y salvajes.

1-Sarkan y Yuryl contemplando el Lago:

Distant Hill   (Brian Eno)

2-Construcción de la Torre:

I fjol så (Last year) (Gjallarhorn)

3-Primer encuentro con Klarvan:

Dufwa (Hedningarna)

4-Avances y triunfos de Sarkan:

Skåne (Hedningarna)

5-Reflexiones de Sarkan y Yuryl:

Höga Berg (Ranarim)

6-Viaje y encuentro con Heledya:

I riden så… (Ye ride so carefully) (Gjallarhorn)

7-Ultimo encuentro con Klarvan:

Forshyttan (Hedningarna)

8-Sarkan lleva a Heledya a contemplar sus dominios:

När som jag var på mitt adertonde år (Tradicional, cantada por Elina Järventaus Johansson)

9-Conquista de la Torre:

Kulning (Gjallarhorn)

10-Conclusión final y venganza de Sarkan:

Glosoli (Sigur Rós)

Y, si pudiera añadirle aromas al relato:

“El Guardián del Lago” tendría olor a pino de montaña, a humedad de manantial, a humo de leña, a esencia de rosa sobre la piel de Heledya…

También olería a sangre, a sudor, a pelo de caballo, a polvo de camino… En algunos momentos, se llegaría a percibir la frialdad inodora de la nieve y el hielo.



Último día en Estambul:

Me acordé de los muecines de las mezquitas, de los músicos que entonan canciones tradicionales de Anatolia, de las voces de los vendedores ambulantes, del sonido exótico y elegante del turco.

El relato tiene dos partes:

El paseo diurno por Estambul es melancólico, solitario, y rebosa anhelo insatisfecho y realidad gris, frustrante. Tan sólo se ilumina durante unos momentos, gracias a un encuentro fortuito, impregnado de buena fortuna, mágico…

El paseo nocturno es un sueño feliz. Un baile lento y cálido. La música es como la de un sueño: repetitiva, envolvente, sensual, cadenciosa, hipnótica…

1-Paseo diurno:

Sorma Kalbim (Tarkan Tevetoğlu)

2-Paseo nocturno:

Three Last Words (Omar Faruk Tekbilek)



En esta historia, estarían presentes todos los aromas que se mencionan en ella: café, canela, tabaco, menta, anís, esencia de naranja y sándalo. También, hierba nocturna, barro de fuente y mármol cálido. Olor a calles transitadas, sudor, crema de leche, miel y pistachos. En un determinado momento, se percibiría el perfume salado y espeso del mar. Y no me olvidaría de las especias del bazar: cúrcuma, orégano, laurel, azafrán, pimienta, tomillo, romero, clavo, nuez moscada… Terminaría con el olor a té, especias, cuero y papel viejo del ajado posavasos.


Si puedes, lector, escucha, huele y disfruta.

Si quieres, toma todo lo que te ofrezco arriba y envuélvete en los sonidos y los aromas de los mundos que he tratado de crear en mis dos primeros relatos.

© Claudia Aynel


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Poema diminuto

Filed under: Amigos autores — claudiaynel @ 0:39


Pequeño e inigualable

soplo de aire fresco,

fugaz rayo de sol,

diminuto poema a la esperanza.

Eres el futuro caminando con pasitos leves;

un elfo que, aun caminando entre lobos,

continúa habitando su mundo tenue, diminuto y mágico.

Qué lástima que esos pies minúsculos

se hayan ensuciado tan pronto con el barro de la vida.

Es una vergüenza que nadie

se haya dado cuenta de lo que realmente eres.

Ni una cosa, ni un animal,

ni un desecho o un bandido.

Tan sólo un delicado tejido que alguien se negó a continuar.

Un soplo de aire fresco, un fugaz rayo de sol,

un luminoso, tenue, diminuto poema a la esperanza.

Claudia Aynel

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Aguas, tierras, frutas y hierbas 29 octubre 2009

Filed under: Últimos post — claudiaynel @ 20:36

Habla, gota dorhttps://i0.wp.com/2.bp.blogspot.com/_lHhmWCK2X4I/SRTXp7nwJzI/AAAAAAAAADk/hPRXLTOSfSg/s320/gotas_temblon.jpgada, de ese campo curtido por el sol, poblado de aromas de tomillo y jara.

Habla, licor oscuro, de esa sombra húmeda donde reposó un otoño luminoso y https://i0.wp.com/3.bp.blogspot.com/_gqg2hc_hs7w/SMuUfbUI_KI/AAAAAAAAAH0/IysoMDmns7Q/s400/oto%C3%B1o.jpgcálido.

Habla, tierra cristalina, de ese mar que ya no existe, del que sólo tú guardas el recuerdo.

Habla, fruta rojiza, de la lluvia de primavera que hizo surgir flores hace tiempo.

http://francisthemulenews.files.wordpress.com/2008/04/dibujo30abr2008rosa_rocio.jpgHabla, mezcla de aromas, de esos lugares que no he visitado, de los ríos cuya agua no he bebido, de los caminos que aun no he recorrido, de los prados que todavía no he cruzado, de las gentes con las que aun no he hablado.

Háblame, cuéntame las historias que aun no conozco, historias de la fruta, la hierba, la tierra y el agua.


Claudia Aynel


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Ultimo día en Estambul 29 septiembre 2009

Filed under: Últimos post — claudiaynel @ 13:19

Istanbul-I

El posavasos es elegante. Muestra una vista de Estambul característica: un perfil de destartaladas casas amontonadas, cúpulas esféricas relucientes y afilados y esbeltos minaretes. Tiene la textura y los colores de un grabado antiguo. Bajo la imagen, en bonita tipografía con arabescos, pone: “Café Coskun”.

Como la casa de un anciano que de joven ha sido aventurero y exuberante, Estambul está llena de imágenes de tiempos y vidas pasadas, de objetos que han sobrevivido a cruentas batallas, de relatos inverosímiles que luego resultan ser ciertos, de canciones antiguas que desatan lágrimas y de sonrisas gentiles y nostálgicas. Mi primer recorrido por Estambul fue el canónico: Santa Sofía, la Mezquita Azul, Topkapi, las Cisternas, y todo lo demás que viene en las guías. Cumplí con los hitos obligados: cené con música tradicional en Taksim, regateé unas alfombras en el Gran Bazar, recibí mi dosis de mimos y guante de crin en el hamam. Después, nuestro grupo, los quince que éramos, estudiantes jóvenes y alocados, con futuros que suponíamos brillantes, que íbamos a comernos el mundo y aquel país sin un duro en el bolsillo, partimos hacia la aventura: Capadocia y la Jonia. Y lo que pasamos fue un mes entero comiendo kebabs grasientos y arroz pilav frío, saltando sobre autobuses renqueantes, charlando con campesinos simpáticos, y, en general, llevando una vida de pantalones destrozados, sandalias sin suelas, polvo, sudor y hierro, mochilas pesadas, quemaduras en el cuello, compartiendo mesas, camisetas, suelos para dormir y rollos de papel higiénico.

Y, al final de tan arduo periplo, tocaba cerrar el círculo: volver a Estambul, y esperar allí un día entero, para coger a las cinco de la madrugada el avión de vuelta. Nos repartimos en varios autobuses, y yo acabé, muy a mi pesar, junto a una pareja bastante aburrida. Pasé el trayecto durmiendo, luego, mirando el paisaje, hasta que le cambié el sitio a un tipo que quería meterle mano (¡ojo, consentida!) a la turista que se sentaba a mi lado. Gracias a eso, gané un asiento mucho más cómodo y caro. Llegamos a Estambul de amanecida. Acudimos corriendo al lugar de encuentro concertado: la bonita plaza ajardinada entre Santa Sofía y la Mezquita Azul. Santa-Sofía-I-copiaY allí nos sentamos, en un banco, la parejita y yo. Ellos dos, deseando que llegaran los demás, para poder librarse de mí y marcharse de una vez a escoger anillos de plata y alfombras. Yo, pensando en rematar el día lo más rápido posible, ya que apenas me quedaba dinero, y estaba como loca por llegar a España. Ansiaba quitarme los vaqueros recortados que llevaba, tan llenos de agujeros que rondaban lo indecente, y tan sucios que ningún programa de lavadora podría sanarlos jamás: quedaba claro que tendrían que ir directos al vertedero.

La mañana transcurría, pero nadie llegaba. Comenzamos a inquietarnos: nuestro autobús y los del resto del grupo sólo tenían un par de horas de diferencia. La chica de la pareja se mordía las uñas. El sol ascendía, y el asfalto comenzaba a arder. Y entonces apareció más gente. No los que esperábamos, sino otros paisanos, que también viajaban a golpe de saco de dormir y aislante y que nos habían salvado del hambre y la sed en varias ocasiones. En cuanto nos vieron, se acercaron.

–Los vuestros están aun en Izmir, en la estación—nos dijeron.

–¿Y por qué?—preguntó preocupado el chico de la pareja.

Y nos lo explicaron. Y a mí me dio mucha lástima. Hay pocas cosas más angustiosas que ver cómo se te escapa un medio de transporte que ya has pagado, mientras haces lo imposible por que tu maltrecho cuerpo se rehaga y se calme, encerrado en el mugriento cubículo de un baño. Según nos dijeron, había, por lo menos, cinco afectados.

–Nosotros nos vamos ahora hacia Bursa. ¿Qué vais a hacer vosotros?—nos preguntaron. La pareja y yo nos miramos. El chico de la pareja dijo:

–Nuestro avión sale mañana.

Se despidieron amablemente. Intercambiamos teléfonos, abrazos, las frases estrella del viaje, que incluían penosos chapurreos en turco, y a mí, misteriosamente, uno de ellos me dio dos cigarros.

–Te los debía—dijo, sin duda confundiéndome con otra. Los acepté, de todas formas, con una sonrisa agradecida.

En cuanto se marcharon, el chico de la pareja se volvió hacia mí y me soltó:

–Bueno, Claudia, te vemos esta noche en la pensión.

Le miré de hito en hito. Carlos, se llamaba aquel chico. Él, sintiéndose algo culpable, dijo a modo de excusa:

–Los demás llegarán por la tarde, como a las ocho…

Sonreí. El sentimiento era mutuo. Carlos era el guapo del grupo. Yo adoraba contemplarle, pero aborrecía escucharle. Me había pasado el viaje ignorándole y ahora él me lo hacía pagar. Fue una despedida breve. Pronto me quedé sola, más sola que la una, en aquel banco de ese parque tan bonito, al que arropan dos monumentos impresionantes. “Un paradigma bizantino de equilibrio de masas”, leí en alguna parte. Y “el elegante tributo que el discípulo de un gran maestro le hizo a la confluencia de culturas arquitectónicas”, leí en otra. Allí estaban, paradigma y tributo, preguntándose extrañados por qué una turista boba de pantalones raídos no les rendía la debida pleitesía y les sacaba de inmediato una foto.

¿Qué iba a hacer yo, sola, sin dinero, todo un día en Estambul? Vagar, por supuesto. Y vagué, por las calles en cuesta, por los puestos de ropa, por las amplias avenidas, sorteando los tranvías. Vagué, hasta que mis pasos me llevaron hasta el Bósforo. Compré algo de comer en el Bazar Egipcio. El tendero sonrió cuando escogí.

–No le fallará—me dijo. Yo le lancé una mirada oscura y él se rió.

–¡Es el mejor!—insistió–¡Es el afrodisíaco más fuerte que tengo!

Miré lo que había comprado: me había parecido que era una barra de dulce de higos rellena de pistachos. El tendero se reía. Yo, aunque consternada, preferí ser amable y le hice coro con mi propia risa.

Devoré mi desatapasiones sentada en un banco, en una plazoleta cuajada de palomas y cagarrutas, cuyo nombre no soy capaz de recordar. Aquella cosa que comí no me hizo mucho efecto, creo, pero, por lo menos, sirvió para alimentarme. Mientras el sol me bañaba la cabeza, escuché un sonido que, después de un mes en Turquía, ya era para mí de sobras conocido, y que siempre me parecía lleno de hipnótica y espontánea armonía. Comenzó con un cántico a mi izquierda, después otro algo más atrás, y luego le siguieron otros dos, lejanos. Pronto el lugar entero pareció llenarse de voces que me hicieron pensar en larguísimos estandartes, verdes, pardos, blancos, que se alzaban hacia el cielo, compitiendo entre ellos, haciéndose sombra unos a otros, ondulando hacia lo alto, entrelazándose. Ya era mediodía.

Caminé de nuevo cuesta arriba. Llegué a la mezquita de Solimán. Me quité los zapatos, me cubrí con mi chal, me ajusté la faldeca que me dieron, y me senté sobre las alfombras a meditar. Los niños jugaban entre las columnas del patio. Algunos hombres, tocados con birretes blancos de ganchillo, oraban en un rincón. Semioculto entre las sombras del fondo, sollozaba un crío, en brazos de su madre. De un vistazo comprendí por qué. “Pero ¿no deberían estar haciéndole una fiesta?”, pensé. Supuse que se la guardaban para la tarde.

Cuando salí de la Süleimaniye, el cielo se nubló. Ya estaba lejos de cualquier posible refugio para cuando estalló la tormenta. Pronto me encontré corriendo por las calles, otra vez sin rumbo fijo, añadiendo nuevas manchas a mi pantalón. La lluvia escampó, y yo me lavé mis bonitos calcetines de lodo grisáceo en la fuente de las abluciones de ¿qué mezquita?… no recuerdo el nombre. Sí recuerdo que un tipo, de los de birrete de ganchillo, se asomó extrañado a mirarme. Y, cuando terminé, partí de nuevo hacia las calles, sintiéndome sola. Demasiado sola. No me gustaba nada aquella experiencia. Pensé en los que viven siempre así: sin hogar, sin compañía, sin dinero. Por unas horas, en aquel último día en Estambul, me convertí en uno de ellos. Y no fue agradable. Parece mentira lo que puedes llegar a echar de menos las discusiones por la ruta a seguir, la charla de un imbécil arrogante, interminables digresiones sobre temas culturales, quejas ñoñas de niñas blandengues, e incluso los exabruptos de algún que otro mal carácter.

Fue al doblar una esquina, que me lo encontré: “Café Coskun”. Me demoré unos momentos frente al cartel de la entrada. Me agradó de inmediato: mesitas de madera sobre la acera, algo simples, pero adornadas con bonitas velas. Mantelitos con bordados sencillos de tonos rosados. Y los posavasos… me fijé en el grabado que llevaban. Deseé tener algo más de dinero para poder sentarme allí, y pedir un refresco, y recostarme en una de aquellas sillitas, y dejar pasar las horas de manera indolente, fumando tranquila los cigarrillos que, en realidad, eran de otra chica, disfrutando de la sombra de los árboles y de la brisa fresca. Me miré una vez más los pantalones. Qué pinta tenía, pensé. Ya iba a escabullirme cuando una cabeza de cabello negro y rizado asomó por la puerta.

–¿Qué quiere tomar?—preguntó en inglés. Yo sonreí y me encogí de hombros, y negué con un tímido gesto. La cabeza se apartó de la puerta, y se convirtió en un muchacho, y entonces yo…

¿Tú, qué, Claudia? ¿Qué pensaste en aquella lejana tarde de verano?

Pensé embobada: “¿Es real?” El sueño hecho carne tendría aproximadamente mi edad: veintiún años. Era alto, delgado pero fuerte, y lucía una irresistible sonrisa.

–Siéntese—invitó aquel chico, animoso. Yo volví a negar con la cabeza. Él mostró unos dientes blanquísimos. Dijo simpático:

–¿No le gusta aquí?

–Me encanta—contesté yo, sonriendo como loca, pues la expresión de su cara era tremendamente contagiosa. Me cayó tan bien, me sentí tan a gusto que, de repente, me confesé:

–No tengo dinero—murmuré avergonzada.

El no dejó de sonreír. Apartó la vista de mí, miró unos momentos furtivamente hacia el interior del local, y luego se me acercó y dijo en voz baja:

–Yo te invito.

Retrocedí asustada. Él lo notó, y se retiró un poco. Siguió sonriendo.

–De verdad, te invito.—mostró las palmas de las manos, como para demostrar que no llevaba ningún arma—De verdad.—rió alentador.—Quiero invitarte.

¿Qué podía hacer yo? Decir que sí, me daba mucho apuro. Decir que no, me parecía una grosería. Y, la verdad, anhelaba más que nada en el mundo en aquel momento sentarme en aquel café tan agradable, acompañada por un chico tan agradable, y contemplar babeando aquel físico que él tenía, tan despampanante y agradable.

Acepté. Pareció jubiloso. Dejó a un lado el trapo de limpiar las mesas, y, mientras yo me sentaba, se marchó a por la bebida.

Menuda estúpida estaba yo hecha, pensé. Le había pedido ni más ni menos que ayran.

–¿Te gusta el ayran?—me preguntó divertido, y yo asentí. Luego pensé que no era lo más indicado para quedar bien frente a alguien. De continuo tenía que limpiarme el rastro blanco del labio superior. A él, la verdad, no parecía importarle.

–¿Qué haces aquí en Estambul?—inquirió.

Yo le conté mi viaje, mis aventuras, mis correrías solitarias de aquel día. Él me escuchaba con atención, sonriendo. Yo le sonreía también, alelada.

Aquel camarero de un cafetín perdía el tiempo sirviendo copas. Pues era, en su aspecto exterior, único, impresionante. Una amalgama perfecta entre Europa y Asia. Recorrí su rostro con la vista pensando en pueblos yendo y viniendo. En jonios de cabello oscuro y tez clara. En turcos de ojos rasgados y mirada fiera. En sirios de piel morena, coronados de rizos. En vikingos bajando por los ríos de Rusia. En judíos de nariz aguileña. En los niños que había visto en los pueblos de Capadocia, de piel cremosa y brillante, y sorprendente mirada verde azulada. Allí estaban todos, frente a mí, contemplándome encantadores y amables mientras sorbía mi bebida regalada. A mí también me dio por preguntar, y pregunté.

Y me contó su vida. Que, en realidad, había nacido en Alemania. Que había pasado en aquel país del Norte casi toda su infancia. Que estudiaba para ser ingeniero. Que el Café Coskun pertenecía a un tío de su padre. Que “coskun”, en turco, significaba “entusiasta”. Que gracias a aquel trabajo se costeaba los estudios, y que le agradaba, aunque pronto iba a dejarlo. Que le había salido una oportunidad de carrera en Kusadasi. Que si quería tomar alguna cosa más…

–No, muchas gracias—dijo yo, firmemente. Él sonrió.

–¿Sabes…?—me dijo. Yo le miré, algo escamada. Entonces él soltó:

–Te invito a cenar.

En el silencio que siguió, percibí el suave aleteo de las palomas en los árboles. Él sonreía. ¡Cómo no!. Y añadió:

–No tienes dinero. Y es tu último día aquí—entrelazó los dedos, como si se dispusiera a cerrar un negocio. Dejó caer un digno final—Será un placer para mí. Estaré encantado.

Yo callé. Menuda oferta. Le miré de nuevo, nerviosa. Él seguía sonriendo, con los dedos entrelazados. Yo dudaba. Además de estar como un tren, tenía muy buenos modales. Sus gestos eran gentiles, educados, algo anticuados. Me pregunté por primera vez qué veía él desde su lado de la mesa. Veía, sin duda, a una turista española jovencita, atontada, ingenua, de cara aniñada, pelo liso y suave, ropas sucias y andrajosas, muy delgada después de tantos días de malcomer y cargar con su mochila, tímida, sin capital, sola y desvalida. Una interesante pieza de caza.

No supe qué hacer. Entonces él dijo:

–Piénsatelo, si quieres.—señaló hacia el local—Mira, yo aquí termino a las nueve.—sonrió de tal manera que casi me dio un infarto—Te esperaré en la puerta. Si vienes, te llevo a cenar a un sitio especial. De verdad, me encantará invitarte.

Nos levantamos. Cuando nos despedíamos, yo algo envarada, él me dijo:

–Toma, llévate este posavasos. Por si te olvidas de dónde estamos.

Se lo agradecí. Pronto me encontré, como en sueños, caminando calle abajo.

Llegaron las ocho. Me encontré con los míos en el lugar indicado. Nos contamos nuestras aventuras. Yo, aun muy confusa, le hablé de mi reciente encuentro a una pareja de novios que me caían muy bien, y que, en cuanto mencioné lo de la invitación, se quedaron algo preocupados.

–Tú sabrás—dijo el chico de la pareja, muy serio, abrazando protector a su novia.—Tú verás con qué habilidades cuentas para, después de cenar, salir corriendo y desembarazarte de un pesado.

Yo le miré avergonzada. Tenía razón, pensé. Después de todo ¿Quién era aquel tipo del café? No sabía nada de él. Ni siquiera su nombre.

Pasaron las ocho, las ocho y media, y llegaron las nueve. Durante ese tiempo me devané los sesos. ¿Qué debía hacer? Estaba deseando acudir a la cita. Pero… ¿era prudente?.

Me habían llamado la atención un par de detalles. Uno de ellos fue que aquel camarero no aprovechó que llevaba un bolígrafo en el bolsillo de la camisa para anotar su nombre, o un teléfono, o cualquier otro dato en el posavasos. Detalle tonto e irrelevante, por supuesto. Pero en aquel momento me pareció sospechoso, raro. Otra cosa que me inquietaba fue que, aun con todo, la sonrisa de aquel muchacho era incompleta. Había algo de recelo en ella. Debo decir que eso me gustaba. Después de todo, aquel tipo tan atractivo no confiaba ciegamente en sus encantos. No lo veía del todo claro. No sentía que tenía la sartén por el mango.

Dudando, dudando, me dieron las nueve, las nueve y media, y, finalmente, las diez. Lo que me decidió a dejarlo correr fue la coquetería: no tenían habitación para nosotros en la pensión cochambrosa que habíamos reservado. No podía darme una ducha, o cambiarme de ropa pidiendo prestada una camiseta y una falda. No podía acompañar a nadie a ningún restaurante vestida como iba, como una pordiosera. Pensé por un fugaz momento, y sintiéndome muy culpable, en una figura esperando frente a un café. Un joven de veintipocos, con las manos en los bolsillos, alisándose nervioso el cabello repeinado, y mirando con inquietud calle arriba, y luego, ya más impaciente, calle abajo. Pobre camarero infeliz. Pobre muchacho solo y abandonado.

Me dio pena. Pero me retenían muchas voces. “No hables con desconocidos”, “No salgas sola de noche”, “Si vas allí, pídele a alguien que te acompañe”,“¿Habéis oído lo que le pasó a esa chica que, estando de viaje, no tuvo cuidado? ¿De verdad? ¡Qué horror!”. ¡Cuántas historias para no dormir!. ¿Y qué tal los titulares? “Joven española de veintiún años desaparecida en Estambul en extrañas circunstancias…” “…la trata de blancas…”. No, no. Nada de imprudencias. Mejor aguantarse, apretarse el cinturón, cenar un triste kebab grasiento y quedarse tranquila en casa.

No volví nunca al Café Coskun. Ignoro si allí me aguardaban ansiosamente con el corazón roto, que lo dudo, o si el deslumbrante camarero se limitó a esperar un rato fumando un cigarro y, cuando lo terminó, se encogió de hombros y se marchó de parranda.

Así terminó la historia. Pero hoy he querido inventarme otros finales.

En uno de ellos, voy a la cita, y el camarero tira la casa por la ventana. Me invita al restaurante más caro de Estambul, con velitas y todo. Cenamos, charlamos, y… bueno, luego hay champán, más velitas, sedas y raso, una hermosa vista sobre el Bósforo, un brindis de anuncio, algunos bombones y, tal vez, una gran bañera de hidromasaje.

En otro de los finales, el más siniestro, mi cara aparece debajo de un letrero: “Vista por última vez…”.

En el tercer final, el que se me antoja más probable, ocurre lo siguiente:

Después de cenar tranquilamente en el restaurante modesto pero acogedor de su mejor amigo, salimos a la calle, un poco borrachos. La cerveza Efes y el vaso de raki se nos han subido a la cabeza. Estambul, a esa hora es cálido: el asfalto libera todo el calor acumulado. Yo le digo: “¿A dónde vamos?” Y él se encoge de hombros. Yo dudo ¿Y si me marcho ahora? La paloma se escapa viva, después de todo. Entonces él dice, con cierta indolencia: “Yo vivo aquí al lado”.

Entramos en el piso. Es pequeño, y está abarrotado. Él desaloja de una patada el sofá del salón. En él duerme un amigo, o tal vez un hermano. El desalojado se mosquea. Negocian entre los dos en turco, y llegan a un trato. Nos quedamos solos, mi anfitrión y yo. Sonríe y me invita a sentarme. Yo paso la mano por encima de ese sofá que me recuerda horrores al de la casa de mi abuela. Me dice: “¿Quieres beber algo?”. Digo que sí, y él me entrega un vaso. Raki, whisky, lo que sea. Brindamos, y se sienta a mi lado.

¿Qué pasaría en aquel momento por la mente de aquel camarero de barrio? Y, por cierto ¿Cómo se llamaba? Tal vez tenía un nombre turco tradicional: Mehmet, Metin, Orhan, Emir… Tal vez tenía uno de esos tan raros que hacen soñar: Volkan, Tolga, Gökhan, Tugrul…

¿Quieres conocer Estambul, chica española? Yo voy a mostrártelo. Comenzaremos la visita ahora. Bienvenida a mi casa. Poco espaciosa, y llena de trastos. A mi madre le gusta guardar cosas. Disculpa a mi hermano. Entra a trabajar dentro de un rato, turno de noche, ya sabes. Duerme aquí para no molestarnos. Somos cinco, y todos nos levantamos temprano.

Tómate el whisky, sin prisas. No te preocupes, que llegarás a tu avión sana y salva. Tan sólo concédeme tus últimas horas aquí. Y te enseñaré una ruta que pocos conocen. Seré tu guía. Dame tu mano. Confía en mí, que yo no te defraudo.

¿Estás lista? Comenzamos. Da un paso hacia delante. Yo ya estoy preparado.

Veo que eres más atrevida de lo que pensaba. Eso me gusta. Tómame del brazo. Vamos a salir de una vez de este caluroso cuarto.

¿Por dónde empezaremos? Creo que por lo de siempre: primero visitaremos juntos un templo sin nombre de seda y marfil. Recréate en él todo lo que quieras. Soy un guía complaciente. Permitiré que, mientras admiras el lugar, recorras los mosaicos con la mano.

Salimos de este templo, pero no te preocupes: si te ha gustado, volveremos. Ahora recorreremos las oscuras calles. Yo te iré guiando. Déjame bajar por esta amplia avenida. Esta noche está más hermosa de lo que pensaba. ¿Te gusta este lugar? Creo que sí. Blanco mármol, cúpulas, y una fuente, en sombras y arbolada. Deja que me moje las manos. Bebe sin miedo. Tenemos mucho tiempo aun. Vamos a refrescarnos.

¿Aun tienes sed? No me extraña. Es una noche muy calurosa. Adelante, recorre el lugar. Visita la negra arboleda. Ahora está en silencio, pero pronto sentirás en tus oídos las voces que bullen adentro. Contempla el reflejo de tu rostro en los estanques. ¿Qué es lo que ves en sus aguas azules? Sonríes. No dices nada. Anda, pasea a gusto por entre los juncos. Y permanece unos instantes en este fresco rincón. Cierra los ojos ¿No sientes el aroma? Café, canela y tabaco, en la mañana. Algo de menta, hacia la tarde. Y, por la noche, anís, un toque de naranja y, también, sándalo.

Me gusta pasear por Estambul contigo. Es mejor de lo que me esperaba. ¿Sabes? Cuando te vi en el café, pensé: “No querrá entrar en un lugar desconocido”. Pero veo asombrado que no retrocedes ante nada.

Como eres valiente, te conduciré a lo mejor de la visita. Y aquí, te recuerdo, yo soy el guía. Dame las manos. Olvídate de todo. Déjate conducir y disfruta de las vistas.

No nos demoremos más. Voy a hacerte subir por las calles en cuesta. Te haré recorrer intrincados Ayasofia-Icallejones que huelen a especias. Entraremos juntos en un templo maravilloso, mi monumento favorito, ni iglesia, ni mezquita. Tiene muchos nombres. Antes de entrar, mírame a los ojos. Devuelve mi mirada. Veo estrellas en el cielo. Sujétate a mí. Hay rosas rojas asomando entre las cortinas.

En el templo se encienden ya todas las luces ¿No es hermoso? ¿De qué te ríes? De mi cara, sin duda. No me extraña. Estoy muy contento. Este recorrido por Estambul es más divertido de lo que yo pensaba.

No puedo creerlo. Cómo brillan los mosaicos en el interior del templo. Cómo cantan las voces que viven dentro. Estoy extasiado. Creo que hoy anotaré algo nuevo. Esta noche va a haber fiesta en mi ciudad.

Subamos deprisa la Torre de Pera. Son muchos escalones, pero vamos rápido. Date prisa. Ya empieza el espectáculo. Fuegos en la noche. Mira hacia arriba ¿Los ves? ¿Cómo vas a verlos? Si hace ya rato que tienes los ojos cerrados…

Rojo, oro, verde y amarillo. Plata, cobre, azul y esmeralda. Incluso el violeta, el más raro. Hoy están todos. No falta ni uno. Todos los barrios: Sultanahmet, Eminönü, Uskudar y Besiktas… Qué hermosura. Parece que se ha hecho de día.. Disfruta de lo que ves y de lo que escuchas. Te aseguro, mi niña, que yo disfruto como un loco de esta maravilla…

Terminaron los fuegos. Terminó el espectáculo. Déjame que respire. Estoy cansado. Hemos recorrido un largo camino, aunque tú no te hayas enterado. Descansa unos momentos. Deja que la brisa te acaricie el cabello. Apoya tu cabeza en mi hombro. Respira hondo ¿no hueles el mar?

Bueno, se acabó la ruta. No ha sido larga, pero espero que no te haya defraudado. Creo que no, que estás contenta. Lo noto por tu sonrisa.

Adiós, chica española. Tan sólo una pregunta ¿Te gusta Turquía? ¿Te gusta mi ciudad?

Cómo te veo sonreír ahora. No me extraña. Mi recorrido nunca falla. He hecho ese camino cientos de veces. Lo conozco como la palma de mi mano. Muestro los lugares que nadie conoce. Sé lo que mis invitados quieren ver. Jamás decepciono. Así pues, no hables. No es necesario. Lo leo en tu cara. Te ha gustado. Cuando vuelvas a España, le dirás a todo el mundo: “Qué hermosa es Turquía. Qué rincones tan bellos. Es tan emocionante y exótica y taaan sensual…”

Adiós, española. Nos despedimos. Dame dos besos y vuelve a tu tierra. No contestes a mi pregunta. Imagino muy bien cual va a ser tu respuesta.

No ocurrió jamás, claro. No hubo fuegos artificiales esa noche, ni caminatas nocturnas por Estambul. Lo que sí hubo fue una juerga monumental en una azotea. En la pensión no había cuartos para todos. Así pues, lo echamos a suertes, y a unos pocos nos tocó dormir arriba. Arriba del todo. La noche era cálida, y no hacía viento. Antes de desenrollar los sacos, nos sentamos y charlamos. Recordamos los mejores momentos del viaje. Alguien trajo un melón (qué cosas), y lo descaperuzó de un tajo. Lo vaciamos, y lo rellenamos con una mezcla explosiva de la que me arrepiento de no haber tomado la receta. Fumamos todo lo fumable, reímos, cantamos y bebimos lo que no está en los escritos. Alguien comentó que el Bósforo, esa noche, parecía la Gran Vía de Madrid en hora punta. Era cierto. Los barcos subían y bajaban de tal manera que sólo faltaban los guardias gesticulando frenéticos, y los semáforos provocando tremendos atascos.

Lo pasamos muy bien. Apenas dormimos. A las pocas horas, un autobús vino a buscarnos. Llegamos a Madrid, ojerosos y agotados. Descansé, le mostré a mi madre los pantalones irreparables, comprobamos atónitas que se tenían de pie solos, y, a las pocas semanas, volvió la rutina. Los exámenes, el nuevo curso, el otoño, y luego,… el frío. Revelé las fotos, las pegué en un album, las mostré a los amigos. Al verano siguiente llegó otro viaje. Y luego, otro verano, y luego,… el resto de mi vida.

Hacía años, años de verdad, que no pensaba en aquel último día en Estambul. Qué fácilmente se olvida uno de lo que nunca ha vivido. No me acordaba de ¿cómo se llamaría aquel camarero? ¿Orhan, Metin, Tugrul? Quién sabe.

Sólo sé que, el otro día, cuando ordenaba mis libros, sonreí al encontrar, dentro de una guía de Estambul, que olía a té, a especias, a cuero y a papel viejo, un bonito, elegante y ya bastante ajado posavasos.

Bluemosque-I



Claudia Aynel


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El Guardian del Lago (II) 8 septiembre 2009

Filed under: Amigos autores — claudiaynel @ 11:16

(CONTINUACION de «El Guardián del Lago (I)»)

Y llegó el día esperado. Sarkan, Yuryl y una escolta de sus mejores soldados y caballeros se prepararon para emprender el viaje hacia Vyalar. Poco antes de partir, el señor de Voklat y su anciano consejero contemplaban la Torre desde la orilla del lago. Yuryl le dijo muy serio a su señor:

— He observado algunas cosas que me han hecho sentir inquieto. He visto, por ejemplo, que no guardáis en vuestra fortaleza ningún caballo.

–¿Para qué?—replicó Sarkan, mientras le ajustaban la armadura.–Mis caballos lo pasan mal cuando atraviesan el lago en barco. No les gusta el tremolar de las velas, ni los crujidos de la madera. Se vuelven nerviosos y difíciles. Prefiero tenerlos aquí, en la orilla, en el fuerte que guarda el camino hacia la villa de Karalya.

Yuryl frunció el ceño. Mirando de reojo a su señor, preguntó:

–¿No pensáis construir un puente para unir vuestra Torre con la orilla?

Sarkan rió a carcajadas.

–¿Un puente, Yuryl? ¡Esa sí que es buena!—exclamó—Fíjate: mi Torre está rodeada por el mayor foso natural que jamás se haya visto. Si quiero salir de ella, puedo hacerlo rápidamente en barco. No necesito puentes—terminó desdeñoso—Si construyo uno, estaré invitando a mis enemigos a tomar mi fortaleza por asalto.

–Mi señor —continuó Yuryl, algo enojado— es de alabar vuestra preocupación por mantener inexpugnable vuestra fortaleza. Sin embargo, con toda esa preocupación, parece que os habéis olvidado de vigilar la ladera norte de la montaña.

Sarkan suspiró impaciente. Estaba deseando partir de una vez hacia Vyalar. Allí le esperaban honores, un pacto que le haría poderoso y, lo que en el fondo más anhelaba encontrar: la bella princesa Heledya. De cabellos como el oro, esbelta como un junco, con la piel de alabastro y las mejillas del color de la aurora. Así se la habían descrito. Apenas podía esperar para conocerla. “Veintitrés años tengo ya”, se decía una y otra vez, molesto “ Si espero más para casarme, acabaré siendo demasiado viejo.” Se volvió ceñudo hacia su consejero y dijo:

–Mira, Yuryl: no necesito guardar la ladera norte. Sabes muy bien que es impracticable. Rocas afiladas recubiertas de hielo, simas profundas, grietas ocultas… haría falta tener muchísima fuerza y tesón para escalarla.

Yuryl no dijo nada. Se apoyó en su báculo y fijó la vista en las tranquilas aguas.

Algo más tarde, la comitiva del señor de Voklat dejaba atrás las estribaciones de la montaña. Sarkan recordó de pronto que debían pasar una vez más frente al molino de Klarvan. El joven guerrero se encogió, como dolorido. Pues Klarvan era para él como una dolorosa espina clavada en su costado. Consciente del poder que tenía sobre su señor, el molinero se entretenía jugando con Sarkan como se entretiene jugando con el ratón el gato. “El miserable bastardo”, pensaba furioso el señor de Voklat, “sabe muy bien cómo herirme sin desangrarme. Cómo torturarme sin llegar a matarme. ¿Cuál fue la última que te hizo, Sarkan?”, trató de recordar. Esbozó una sonrisa torcida. La última jugarreta de Klarvan tuvo que ver con sus caballos. El vencido rey de Kravok, como prueba de buena voluntad, había enviado a Iznir un valioso regalo: dos destreros de pura sangre, dos palafrenes bien entrenados para los caminos de montaña y dos esbeltas yeguas alazanas. Sarkan sonrió cuando le mostraron aquellos hermosos animales. Se fijó de inmediato en uno de los destreros: un corcel magnífico, de color azabache, de sangre caliente y temperamento fiero. “Este será, a partir de ahora, mi caballo de guerra”, pensó el señor de Voklat emocionado. Ya había pedido que se lo ensillaran, cuando descubrió que tenía a su lado a un mensajero.

–Vengo del molino de Klarvan, mi señor—dijo el muchacho—Me pidió que os hiciera llegar cuanto antes unas palabras.

Sarkan, nada más oír aquello, sintió en el corazón una terrible punzada. Un mensaje urgente de Klarvan solía tener para él los mismos efectos que una violenta herida de lanza. Para disimular, se retiró con la mano unos cabellos de la frente.

–Habla—dijo ceñudo. El joven continuó:

–Klarvan dice que ha visto pasar hace rato un hermoso caballo negro frente a la puerta de su casa. Le ha gustado mucho. Dice que vos ya se lo habéis reservado, y que será un buen animal para emplearlo en la labranza.

Sarkan apretó los puños, furioso. Contempló por última vez a aquel inigualable destrero, que trotaba brioso frente a sus ojos. Respiró hondo. Se preparó, como tantas otras veces, para soportar la humillación y la rabia. Después se volvió hacia el mensajero.

–Dile a Klarvan—murmuró—que se lo haré llegar antes de que termine la mañana.

El señor de Voklat apretó los dientes al recordar aquello. Lo que había ocurrido después había sido incluso peor de lo que esperaba. Klarvan, en su tremenda maldad, había sacrificado aquel hermoso corcel, y, junto a la pared del molino, había puesto a secar al aire su carne. Así, Sarkan, cada vez que pasaba frente a la casa de Klarvan, no podía evitar ver lo que había quedado de su maravilloso corcel de guerra. “Hijo de perra”, pensaba el señor de Voklat, con la sangre hirviéndole en las venas. Mientras escuchaba el sonido de las palas, cada vez más cerca, sentía su corazón latir desbocado. Sarkan el Grande, dueño de Voklat, de Iznir y de Kravok, conquistador de Zokar, vencedor de tantas batallas, se encogía como un niño asustado cada vez que oía el batir de aquellas palas bajo el impulso de la cascada.

Se envaró tenso cuando pasaron frente a la puerta despintada. Mas esta vez tuvo suerte. Nadie asomó por la puerta su mugrienta cabeza. Sarkan enarcó las cejas. Se volvió hacia Yuryl, que se encogió de hombros. Sarkan esbozó una sonrisa. Tal vez algo terrible le había sucedido a Klarvan. “¿Y si ha muerto, Sarkan? ¿Qué será de ti?”, se preguntó preocupado el joven guerrero. Porque, a pesar de todo el daño que le causaba, Sarkan necesitaba de veras a Klarvan. La protección de su Lago Sagrado dependía enteramente de la habilidad inigualable de aquel cruel y miserable molinero.

No pensó más en Klarvan, ni en su dolor y su rabia. Sonrió feliz todo el camino hacia Vyalar, con la mente y el corazón puestos en lo que allí le esperaba. Cuando la comitiva del rey Arwan salió a recibirles, Yuryl dejó escapar un grito de sorpresa. Oro, plata, piedras preciosas, refulgían en las ropas y en los arreos de los caballos de aquellos que les aguardaban. El rey Arwan quería impresionar al joven señor de Voklat. Aunque, por el momento, no lo lograba.

Pues Sarkan no se fijaba en sus joyas o sus riquezas. Sólo tenía ojos para una persona: la princesa Heledya. Nada más verla, se sintió extraño, apocado. Ninguna descripción de las que le habían hecho hacía justicia a la hermosura de aquella doncella. Sarkan, por primera vez en su vida, bajó los ojos al saludar a una dama. Cuando tomó sus manos suaves entre las suyas, sintió que el corazón le palpitaba con fuerza.

DamaClaudia2¿Se había imaginado, acaso, que Heledya tenía una mirada tan serena como las aguas de su lago? ¿Había esperado que su sonrisa fuera tan dulce y tan bondadosa? ¿Le habían hablado de su voz, suave y amable? ¿O de sus manos, de dedos finos y tan pequeñas?

Mientras tenía lugar la ceremonia nupcial, Sarkan se dio cuenta. Acababa de comprender por qué él se había esforzado tanto por construir sobre el lago de sus antepasados una fortaleza. Era por Heledya. Nada más que por ella. Era para que aquella bellísima princesa pudiera vivir allí, y bendecir aquel lugar para siempre con su presencia. Una vez terminó la ceremonia, Sarkan le dijo a Yuryl:

–Volvamos a Iznir. Quiero llegar a mi Torre cuanto antes.

El anciano frunció el ceño.

–¿Por qué tanta prisa?—gruñó, y Sarkan resopló impaciente.

–Porque quiero pasar sobre el Lago mi primera noche con Heledya—dijo enojado– Es ella la que, tras pisar Iznir con su pie divino, lo convertirá para siempre en una sagrada tierra.

Yuryl abrió la boca sorprendido al oír aquello. Inclinó la cabeza. Le asaltó un presentimiento y dijo:

–Mi señor, no vayáis a Iznir todavía. Esperad unos días, aquí en Vyalar.

Sarkan se irguió en toda su estatura. Con las manos en la cintura, le dijo a Yuryl:

–Creo que mis palabras estaban claras ¿no te parece, consejero?

Yuryl sostuvo su mirada y suspiró. Se guardó las ganas de decirle a su señor lo que pensaba: que siendo Heledya tan bella, y estando Sarkan tan enamorado ¿Qué más le daba yacer con ella en Vyalar, en Karalya, en un bosque por el camino, o incluso en la misma cuadra donde guardaba su caballo? Prefirió callarse. Hacía tiempo que Sarkan había dejado de escuchar sus consejos. El señor de Voklat era cada vez más quisquilloso, engreído, caprichoso y descuidado. Preparándose para lo que les deparaba el destino, Yuryl se agarró fuertemente a su báculo.

De acuerdo con los deseos del señor de Voklat, una vez terminado el encuentro, Sarkan, Heledya, escoltas y séquitos se pusieron de inmediato en marcha. Aunque la jornada de viaje era larga, la princesa la aguantó bastante bien. Era fuerte, a pesar de su aspecto delicado. Sarkan, cabalgando junto a ella, la miraba de cuando en cuando y sonreía. Ella, algo azorada, le devolvía con ojos brillantes la sonrisa. Así transcurrió aquel viaje, que para Sarkan, fue una delicia. Tan embelesado estaba mirando a su princesa, que no se daba cuenta ni de por dónde pasaban. Hasta que escuchó una voz conocida.

–¡Mi señor!—dijo la voz, quejumbrosa, estridente e irritada.

Sarkan pegó un respingo. No se había percatado de que estaban ya junto al molino de Klarvan. El hombrecillo paseó sus ojos burlones por encima de la comitiva, y se plantó firmemente junto a Sarkan. El joven guerrero se estremeció al ver su sonrisa. Nunca le había parecido tan ruin, tan lasciva y tan taimada.

–Mi señor—murmuró el molinero, contemplando de arriba abajo a la bella princesa—Sois de veras afortunado. Viajáis siempre en muy buena compañía—se retorció las manos—Pero yo… estoy siempre solo. No sabéis lo abandonado que me siento…

Klarvan calló. Sarkan contuvo el aliento. Entonces, el molinero, dijo en tono socarrón:

–Ayudadme, señor—y señaló a Heledya—Concededme a esa doncella, para que venga a calentarme el lecho.

El silencio que siguió a la petición de Klarvan fue tan absoluto, que pareció que el tiempo se hubiera detenido. Yuryl miró hacia el cielo. Sentía, más que oía, el cantar de la cascada y el rumor de las hojas en el viento. Heledya, ruborizada, miró por un momento a su marido. Asustada al verle vacilar, se ocultó de inmediato tras su velo.

En cuanto a Sarkan, el joven señor no percibía el silencio. Mientras apretaba con fuerza la empuñadura de su espada, escuchaba las voces que corrían por sus venas. Eran las de sus antepasados guerreros, que le hablaban desde el fondo de su alma. Le gritaban que no esperara más, que sacara la espada de su vaina y que descuartizara con ella a aquel miserable hijo de perra.

No dijo nada. Tan sólo picó espuelas. La comitiva le siguió presta. Mientras se alejaban, Klarvan gritaba risueño:

–¡Antes de que caiga la noche, mi señor! ¡Esperaré tan sólo ese tiempo!

Sarkan avanzó un corto trecho en silencio. Súbitamente, detuvo el caballo. Se volvió hacia Yuryl y le dijo:

–¿Qué debo hacer? ¿Qué me aconsejas?

Yuryl se mordió los labios, sin atreverse a hablar. Por fin, con un hilo de voz, contestó:

–Lo más prudente sería darle lo que pide.

Sarkan clavó los ojos en los del anciano. Echando mano de su látigo, enloqueció de repente.

–¡Maldito bastardo!—gritó –¡Tú y tus consejos!

Yuryl trató de parar el golpe. No le sirvió de nada. Acabó en el suelo, dolorido y magullado, viendo cómo Sarkan se alejaba galopando camino abajo, mientras lanzaba su grito de guerra. Yuryl cerró los ojos. Se volvió compungido hacia la joven princesa. “El destino ya está cerrado”, se dijo el anciano. Se puso en pie y se sacudió el polvo. Examinó su hombro ensangrentado. Recogió su báculo. Se puso en marcha. La única que le vio partir fue la bella Heledya: una figura oscura que se perdía entre los árboles. Eso fue lo último que se vio del gran Yuryl, creador de la Torre y de la Isla del Lago. De aquel sabio anciano, que se desvivió por ayudar a su señor a conseguir honores y gloria, una vez se desvaneció entre las sombras del bosque, nunca más se escuchó una palabra.

En cuanto a Sarkan y Klarvan, el molinero recibió de manos del señor de Voklat la paliza de su vida. Sus poderes y su cargo de Guardián del Lago no le sirvieron de nada. Sarkan se lanzó contra él con la fuerza de un guerrero vencedor de batallas, con la ira de un hombre joven que ha sido afrentado, con la desesperación del prisionero que ha sufrido un tormento demasiado largo. Descargó su látigo sobre cada miembro del cuerpo de Klarvan. Lo descargó sobre su rostro, sobre su espalda, sus piernas y sus huesudas nalgas. Klarvan terminó por caer al suelo. Se arrastró gimiendo sobre el polvo. Sarkan detuvo su ataque y le dijo con voz tonante:

–Se acabó. No volverás a humillarme. Nunca más, hijo de perra, se te ocurra volver a pedirme nada.

Klarvan, a través de sus ojos hinchados, vio cómo su señor se alejaba. El maltrecho molinero rodó dolorido por el suelo. Mas, en medio de su dolor, sonrió satisfecho. Había conseguido de su incauto señor lo que tanto deseaba.

Se puso trabajosamente en pie. Se preguntó si podría hacer bien su trabajo. “Claro que podrás”, se animó. “Con lo mucho que te vas a divertir enseñándole a ese engreído Sarkan quién es el verdadero señor del Lago.”

Así, tomando de su cochambroso cobertizo una herramienta parecida a una pértiga, Klarvan caminó hacia la cascada. El agua cantarina caía por una pared escalonada de roca. Aunque a simple vista no se percibían, sobre aquella pared había múltiples aberturas, cubiertas por grandes trozos de piedra. Klarvan paseó su vista sobre ellas. ¿Por cuáles se decidiría? “La de más arriba primero”, pensó, “luego, la tercera empezando por la izquierda. Y, por último, esa pequeña que está toda cubierta de hiedra.” Haciendo un tremendo esfuerzo, trepó hasta donde estaba cada una de aquellas piedras. Con la ayuda de su herramienta, hizo que se desprendieran de sus huecos, y contempló cómo manaba el agua tras ellas.

Agua, pensó. La razón de su vida. ¿Cuándo supo por primera vez que tenía el don? Aun era muy pequeño. Recordó a los hombres del pueblo, poniéndole en las manos dos varas de avellano, y obligándole a caminar, mientras cruzaban sus apuestas. Klarvan, entonces, dejaba de ser un huérfano pobre y despreciado. Se convertía en el dueño del lugar. Caminaba sobre el llano, hasta que veía, como si corrieran sobre la tierra, vías de agua subterráneas, que brillaban como la plata. No necesitaba las varillas. Pero con ellas creaba cierta emoción. Cuando llegaba al lugar que mejor le parecía, del que manaría el chorro de agua más violento, se detenía y cruzaba las varas. Y, una vez que el pozo estaba terminado, todos le palmeaban con admiración la espalda y exclamaban “¿Cómo lo consigues Klarvan?”.

Tenía un don, eso era todo. Veía correr el agua bajo la tierra, como veía, con toda claridad, correr los pensamientos de los hombres dentro de las cabezas. El señor de Voklat era irresistible. Tan joven, tan fogoso, tan limpio de corazón, tan inconsciente. Cómo disfrutaba Klarvan hiriéndole. Cómo se vengaba en aquel guerrero afortunado y victorioso de su existencia miserable y doliente.

Una vez comprobó que su recién terminado trabajo estaba dando los resultados que esperaba, Klarvan se dispuso a emprender camino. Tomó su escuálida mula y, mientras se alejaba de su molino, sonreía taimado. “Mi joven señor, qué poco observador sois ¿no os habéis dado cuenta? La cascada que cae junto a mi casa nunca lleva mucha agua. Esa es mi tarea, señor, retener el agua en vuestro Lago, y es una tarea sagrada. Iznir existe porque soy yo el que detiene los torrentes que lo desaguan. Soy insustituible, señor de Voklat. Aunque os pese, debéis protegerme, cuidarme y hasta obedecerme. Debisteis contener vuestra ira, mi señor. Ahora vuestra suerte está echada.”

Klarvan era feliz. Ya no tenía que servir más a Sarkan. Ahora trabajaría para otros. Una espléndida recompensa le esperaba. “El señor de Zokar estará contento de verme”, pensaba, “a menos que se haya olvidado de su promesa.” Aunque viajó toda la noche, no llegó a la tierra de Zokar hasta el amanecer. Para cuando traspasó las murallas, se sentía deshecho. Hekli, el señor de Zokar, le recibió de inmediato. El viejo señor se quedó anonadado al ver su terrible aspecto.

–En nombre del Cielo, Klarvan ¿qué te ha ocurrido?

–El señor de Voklat y yo discutimos por una mujer. —contestó el molinero con un hilo de voz–No llegamos a ponernos de acuerdo.

Hekli sonrió ladinamente.

–Lo has conseguido ¿verdad?—dijo.

Klarvan asintió diciendo:

–Me ha liberado. Me ha atacado con violencia. Ya no tengo por qué respetar mi cargo.

Hekli se acarició la barbilla y preguntó:

–¿De cuanto disponemos?

–Tres días, mi señor—alcanzó a decir Klarvan antes de desmayarse. Hekli se dispuso a alistar a sus tropas de inmediato. No le interesaba perder el tiempo.

El amanecer entró a través del panel de alabastro de la ventana. El señor de Voklat abrió los ojos. Se incorporó en el lecho y, volviéndose hacia un lado, contempló lo que aquella luz tan pura iluminaba. Se preguntó extasiado “¿Habías visto alguna vez algo más hermoso que lo que tienes a tu lado, Sarkan?”.

La figura dormida que él contemplaba era tan cálida y real y, al mismo tiempo, tan etérea y tan pálida, que al señor de Voklat le pareció por un instante que no era sino un rastro de blanca luz sobre su cama. Acarició con suavidad los rizos rubios que cubrían las sábanas. Entonces se acordó. “¡Qué necio eres! ¡Lleváis tres días aquí y aun no le has mostrado ni las nubes ni las montañas!” Apartó algunos rizos para descubrir una oreja delicada. Susurró dentro de ella: “Despierta, amor mío. Quiero enseñarte algo.” La melena rubia se movió levemente. Sarkan sonrió. Se puso en pie y se cubrió con su manto rojo y dorado. Después envolvió el cuerpo de su princesa con una túnica celeste y plateada. Tomó a la joven, aun dormida, en sus brazos. Con mucho cuidado, comenzó a subir los escalones que llevaban a la alta plataforma almenada.

Se detuvo a mitad de camino, sin poder evitarlo, para besar los labios rojos, la frente blanquísima, las mejillas sonrosadas. Imaginaba la alegría de su esposa cuando él le descubriera todo lo que desde su Torre se dominaba. Le mostraría a Heledya una maravillosa vista de pájaro de su tierra natal, Vyalar. Le enseñaría todos sus dominios: Kravok, Voklat, Zokar. Le señalaría el mar lejano, y le diría que era del color de sus ojos. Por último, se besarían frente a los picos nevados, bajo el cielo azul y las nubes blancas, en el sagrado lago de sus antepasados. Y, si la mañana no era demasiado fría, Sarkan extendería sobre el suelo su manto rojo. Tendería sobre él a su bella esposa. Le pediría que contemplara las nubes y, echándose sobre ella, le haría el amor allí mismo, a salvo de cualquier mirada. Se abrazarían envueltos en sus mantos, rojo, oro, azul celeste, plata. Saltando ágilmente por encima del último escalón, Sarkan se acercó a las almenas, con Heledya en sus brazos. La muchacha, ya despierta, suspiró y se abrazó a él. Sarkan la dejó con cuidado en el suelo. La besó en los labios y le susurró:

–Te mostraré el lugar del que ahora eres dueña.

La tomó de la mano y la acercó a una de las almenas. Estuvieron a punto de caerse del susto. Sarkan ahogó un grito cuando vio que el sereno lago de sus antepasados ya no existía. La base de su Torre ya no descansaba entre las tranquilas aguas. Ahora su fortaleza inexpugnable era un inestable edificio encaramado a una colina de suaves laderas, fácil de acceder a caballo, atravesando aquel valle lodoso, en cuyo fondo agonizaba un parduzco y somero anillo de agua.

Deshaciéndose del abrazo de Heledya, Sarkan se acercó al lado sur de la plataforma. Escuchó voces, tambores, trompetas. Cuando vio de dónde procedían se mordió la mano. Los soldados de Hekli de Zokar ya estaban atacando el fuerte que protegía el camino de la villa de Karalya. Sarkan se preguntó ceñudo cómo se habían enterado tan rápido de lo que le había sucedido al Lago. “Llegarán aquí enseguida”, se dijo furioso y alarmado. Escuchó más sonidos, esta vez desde el lado norte de su fortaleza.

–No es posible… —murmuró. Se acercó lentamente hasta el tramo de almenas desde el que pensaba mostrar Vyalar a su princesa. No había duda. Los hombres de Zokar habían logrado lo que parecía imposible: habían alcanzado el lago desde aquella impracticable ladera.

Estaba atrapado entre el martillo y el yunque. No había gran cosa que pudiera hacer. No tenía caballos para él y sus hombres, allí en su fortaleza. “Mi espada”, se dijo,”Quiero morir con ella en la mano.”

Se volvió hacia Heledya y le dijo entristecido:

–Conviértete en pájaro, mi amor.

La besó por última vez y, con un grito de guerra, bajó corriendo las escaleras. Heledya, que ignoraba el verdadero significado de aquella frase tan antigua, no saltó desde la almena. Permaneció temblorosa en lo alto de la Torre, envuelta en su manto azul, preguntándose qué sería de ella.

Hekli, el señor de Zokar, daba saltos de alegría. Todo había salido a pedir de boca. Suspiró al recordar lo difícil que había sido convencer a sus hombres para que escalaran la montaña por el norte. Un saco lleno de monedas, otro, y otro más, hasta que aceptaron. Tremendo gasto. Pero había merecido la pena. Se habían esforzado de veras. Cumplieron a la perfección su cometido, bien pertrechados con sogas, ganchos, calzado recio, un duro entrenamiento, promesas de botín, deseos de venganza insatisfechos y el oro resonando en sus faltriqueras.

Así fue como Hekli, el señor de Zokar, conquistó la Torre de Iznir, el fuerte de la orilla del Lago, y el castillo y la villa de Karalya. Se adueñó de todos los dominios de Sarkan el Grande, aunque pronto perdió gran parte de ellos a manos de su nuevo enemigo, el padre de Heledya, el rey Arwan de Vyalar.

En cuanto a la infortunada Heledya, los narradores no se ponen de acuerdo sobre su destino. Muchos dicen que, animada por las palabras de su marido, invocó a los espíritus del lugar y se transformó en un pájaro blanco. Voló por encima de las almenas, del valle cubierto de barro y algas y de los picos nevados, hasta que alcanzó la orilla del mar en Vyalar, su bienamada tierra. Pero es una historia harto increíble. Lo más probable es que la desdichada acabara mal: en manos de Hekli de Zokar, metida en un carro, con la túnica hecha jirones y atada de pies y manos.

Klarvan, el molinero, no quedó contento con la recompensa que recibió por sus servicios. Se encaró con el señor de Zokar, primero con suavidad y prudencia, luego, creyéndose aun Guardián del Lago Sagrado, con altanería y violencia. Hekli no era como Sarkan. Su mente no era un valle abierto por el que fluía un manantial de aguas puras y rápidas. Era más bien un retorcido nudo de rocas duras, secas y afiladas. Klarvan no podía entrar tan fácilmente en aquella inhóspita mente. Decidió desistir y retirarse. Hekli, hombre desconfiado, muy ofendido por las palabras que un simple molinero le había dedicado, esperó a que Klarvan se diera la vuelta. Entonces cargó su ballesta con un dardo.

Klarvan murió. Nadie fue capaz de sustituirle. Las gentes de la villa de Karalya, bajo la dirección de su nuevo señor, Hekli de Zokar, trataron de recuperar el Lago Sagrado. Taparon las vías que Klarvan había dejado abiertas. Recorrieron las laderas en busca de nuevos manantiales. Nada de lo que hicieron sirvió de nada. Finalmente, se tomó una drástica decisión: el río que bajaba de la montaña fue contenido con un enorme dique. El molino dejó de girar y se silenció para siempre la canción de la cascada. Pasó el otoño. Todo parecía ir bien. Llegó el invierno con sus lluvias. “Para la primavera, tendremos agua en Iznir”, decían todos. Lo que realmente había de ocurrir, no se lo esperaban.

Una mañana, los habitantes de Karalya escucharon un gran estruendo. Cuando vieron Kjosfossen IIlo que se aproximaba, les faltó el tiempo para abandonar a toda prisa sus casas. El río, bien cargado de agua gracias a las lluvias invernales, había conseguido derribar el dique. Furioso, desbocado, impetuoso, bajaba como al galope desde lo alto de la montaña. “Es Sarkan”, decían algunos, “Viene contra Hekli, a cobrarse su venganza.”

La villa de Karalya resultó arrasada. Hekli de Zokar fundó otra villa no muy lejos, pero apenas disfrutó de sus nuevos dominios: no tardó en morir en batalla. En cuanto a la Torre de Iznir, el maravilloso lugar creado por Yuryl el Sabio a partir de una simple roca que apenas sobresalía de las aguas, no quedó incólume. La mezcla mágica de piedra, arcilla y polvo de su base, no soportó la exposición a la intemperie. Bajo la acción del sol y el viento, no tardó en secarse y resquebrajarse. Las grietas avanzaron sobre sus muros como si fueran heridas. La torre acabó desalojada y abandonada.

El lago sagrado jamás volvió a llenarse. La Torre de Iznir, sin embargo, aun no ha terminado de caer. Parte de sus muros siguen allí, en el centro del seco y desolado valle, para recordar a los narradores de historias que una vez existió Sarkan el Grande, el joven guerrero, de brazo aguerrido, corazón limpio y sangre fogosa. Recuerdan que en aquel lugar vivió sueños de grandeza, contempló orgulloso sus amplios dominios, ignoró las palabras de un sabio anciano y abrazó enamorado a una bella princesa.


Claudia Aynel


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El Guardián del Lago (I)

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Sarkan, señor de la tierra de Voklat, contempló escéptico lo que le mostraba Yuryl, su anciano consejero.

–¿Aquí?—preguntó Sarkan, frunciendo el ceño. Yuryl sonrió y asintió. Sarkan, apretando los labios, paseó una vez más la vista sobre el paisaje. Frente a él se abría un valle redondo, como un tazón, rodeado por una corona de picos nevados. Aquel valle cóncavo estaba ocupado hasta la mitad de su profundidad por un extenso lago. Sarkan recorrió con los ojos la lisa superficie de agua, que reflejaba las nubes como si fuera un espejo, dejando que se volcara sobre ella el azul luminoso del cielo. Se acarició el mentón, pensativo. Por muchas dudas que tuviera, no podía dejar de reconocer que se trataba de un hermoso lugar. “Podría vivir aquí para siempre”, se dijo sonriendo. Cuando se volvió de nuevo hacia Yuryl, se le borró la sonrisa. Al sentir sobre sí la mirada penetrante del anciano, tan inquisitiva, no pudo evitar encogerse, intimidado. Yuryl, con su larga barba blanca y sus brillantes ojos azules, de pronto ya no era más su sabio consejero. Se había convertido en un espíritu del lugar. Un dios de agua, cielo azul y nieve. El anciano habló con voz solemne:

–Mi señor, estáis a punto de dar el paso que no fue capaz de dar Tarkan el Magnífico, vuestro glorioso ancestro. ¿Estáis dispuesto a terminar su tarea?

Sarkan se encaró con Yuryl, ceñudo. ¿Por qué no iba a estarlo? ¿Acaso no era él Sarkan el Grande, conquistador victorioso, respetado y temido señor de una codiciada tierra? Sacudió su melena de rizos rubios y se irguió echando hacia atrás su manto. Desafió orgulloso la mirada del anciano. Yuryl observó todos sus movimientos con los ojos entornados. Dijo, con un amago de sonrisa:

–Veo que estáis dispuesto, mi señor. Como de costumbre, frente al desafío, no sólo no retrocedéis, sino que, además, os mostráis decidido y resuelto—su sonrisa se hizo más amplia–Eso me agrada. Os ayudaré gustoso a cumplir vuestros deseos. Mas debo advertiros: puede que os cueste más caro de lo que pensáis el hacer realidad todos esos sueños.

Sarkan resopló enojado.

–Nada ha sido fácil para mí, hasta ahora—dijo apoyando la mano sobre el pomo de su espada—He luchado muy duro para conseguir todo lo que poseo. Ya me conoces, Yuryl. Yo no me arredro ante nada. Dime lo que hay que hacer. Te aseguro que no voy a echarme atrás, por difícil que sea la tarea.

–Por supuesto que no—contestó Yuryl, aun sonriendo.—Conozco vuestro temperamento—dejó de sonreír y suspiró—Pero esta vez no será como en otras ocasiones. No se tratará de entrar en batalla y luchar hasta la muerte. Tampoco de arremeter contra el enemigo—Se apoyó en su báculo y miró a Sarkan fijamente– Mi señor, esta vez os tocará resistir. Aguantar hasta lo indecible. Esta vez tendréis que agachar la cabeza y tener paciencia.

Sarkan arqueó las cejas, sorprendido. Yuryl continuó:

–Paciencia, resistencia, perseverancia. Tendréis que estar dispuesto a hacer sacrificios. Os esperan las más duras pruebas.

Sarkan rió fuertemente y palmeó la espalda del anciano. ¿De qué hablaba Yuryl? ¿Qué eran duras pruebas para él? Que le dieran lo que fuera: crudos inviernos, feroces alimañas, hambre, sed… Sarkan el Grande tenía una voluntad de hierro.

Yuryl conocía desde hacía tiempo a su joven señor, y era capaz de interpretar hasta el más leve de sus gestos. Cuando vio la expresión de aquel rostro juvenil, tan arrogante y segura de sí misma, estuvo a punto de aconsejarle que se olvidara de aquel proyecto.

Sarkan, sonriendo, aguardó a que el anciano hablara. Pues Yuryl se había quedado inmóvil, apoyado sobre su báculo, hundiendo su mirada pensativa en las azules y tranquilas aguas. Así dejaron pasar unos instantes.

Por fin, Yuryl se incorporó.

–Allí hay un anillo de pequeñas olas, mi señor ¿Alcanzáis a verlo?—dijo señalando hacia el centro del lago. Sarkan aguzó la vista. Lo veía, sí, aunque apenas se distinguía. Varios anillos concéntricos sobre el agua, que se movían hacia dentro y hacia fuera.

–Hay algo allí—dijo en voz alta–¿Qué es?

Yuryl golpeó indeciso la tierra con su bastón. Tarkan el Magnífico también había preguntado eso. Cuando él, Yuryl, le habló de sacrificios, también se había mostrado dispuesto. Hasta que Yuryl le desveló el secreto: el delicado hilo del que penderían su felicidad y sus más anhelados deseos. Tarkan, nada más escucharle, no lo pensó dos veces: subió a su caballo, picó espuelas, y se olvidó del lago y las montañas. Construyó un hermoso castillo en la villa de Karalya. Vivió feliz hasta que, siendo ya un hombre maduro, encontró la muerte en una batalla.

Sarkan escudriñaba la superficie del lago. Yuryl contempló el regio perfil de su joven señor. Tal vez aquel guerrero aguerrido pero de corazón limpio, era, después de todo, el designado, pensó el anciano consejero. Decidió abrirle las puertas al destino. Dijo lentamente:

–Lo que hay en el centro del lago, mi señor, es la primera piedra de vuestra nueva fortaleza.

Un año después, Sarkan, envuelto en un manto bordado, contemplaba de nuevo aquel paisaje: luminoso cielo, picos nevados, piedra gris y agua mansa de lago. “Sólo ha pasado un año”, se decía contento. Mientras oteaba el horizonte, el viento arremolinó sus rubios cabellos.

Yuryl, en cuanto tuvo claro que Sarkan aceptaba el reto, se puso en marcha. Ordenó cortar grandes bloques de piedra gris de las laderas de la montaña. Mandó traer gruesos troncos de árboles del cercano bosque de Latya. Y envió a mensajeros hasta los confines de Voklat para que le trajeran arcilla del río Salya y polvo de las canteras de Balkar.

–No lo entiendo—dijo Sarkan riendo, en cuanto se enteró de lo último—Si lo que necesitas es un poco de barro y de polvo ¿Por qué envías a mis mensajeros tan lejos?

–Mi señor, ese barro y ese polvo tienen virtudes que los hacen únicos—replicó el anciano, muy serio.— Así ocurre a veces. Hasta la materia más despreciable puede llegar a ser insustituible.—fijó sus ojos en los del joven y añadió—No tardaréis, mi señor, en daros cuenta.

Sarkan contempló, asombrado, cómo, bajo las órdenes de Yuryl, los esclavos mezclaban trozos de la piedra gris de la montaña con arcilla de Salya y polvo de Balkar. Después, tomando como base la roca plana que turbaba en el centro del lago la superficie del agua, Yuryl hizo que los esclavos esparcieran la mezcla rodeando aquella roca hasta que, al contacto con el agua, aquel conglomerado se volvía tan duro como la piedra. Al cabo de unos días Sarkan, asombrado, caminaba por encima de su nuevo territorio: una isla circular, de unos cincuenta pasos de ancho, en el centro mismo de aquel maravilloso lago.

–Y ahora, mi señor—dijo el anciano, cuando Sarkan sonrió satisfecho, tras examinar su islote gris—comienza el verdadero trabajo.


“Tan sólo un año”, se dijo de nuevo Sarkan, admirado. Era lo que había llevado construir la Torre de Iznir, como todos la llamaban. Una gran fortaleza circular que se erguía recia e imponente por encima de las serenas aguas del lago. La piedra gris de las montañas con la que estaba construida, brillaba al amanecer, en el ocaso, o bajo el sol intenso del verano. Entonces, más que realizada en piedra, la fortaleza de Sarkan parecía bellamente trabajada sobre plata.

Y la vista que se dominaba desde la plataforma almenada que remataba aquella Torre era amplísima. Desde allí Sarkan podía contemplar por entero su señorío de Voklat; También, si se giraba hacia el sur, alcanzaba a ver el vecino reino de Kravok; Y si se volvía hacia el norte, llegaba a vislumbrar el mar con el que lindaba el cercano reino de Vyalar. Todos esos lugares eran ahora bien visibles desde su atalaya. “Cuantos territorios por conquistar”, se decía ambicioso y sonriente Sarkan.

Yuryl, por supuesto, fue espléndidamente recompensado por su magnífico trabajo. El anciano recibió sus honores con orgullo y alegría. Sentía que había culminado con éxito la labor de toda una vida. Sentado junto a su señor, en un momento en el que nadie les escuchaba, Yuryl se inclinó hacia Sarkan y murmuró:

–Mi señor, lo habéis conseguido. Al erigir esta fortaleza, os habéis adueñado del Lago Sagrado de vuestros antepasados. Ahora ya nada os detendrá. De estas benditas aguas recogeréis fuerza y fortuna. Expandiréis vuestras fronteras. Venceréis en cada batalla. Gracias al poder de las aguas de Iznir, conseguiréis honores, territorios, riquezas y alabanzas.

Sarkan sonrió satisfecho.¿Qué no llegaría a ser suyo ahora? Su mente se deslizó por encima de las tierras que a diario oteaba. Yuryl interrumpió sus pensamientos.

–No va a ser fácil, mi señor, como ya os expliqué. Por todo lo que consigáis tendréis que pagar a cambio un altísimo precio.

Así dijo el anciano, algo adusto. Sarkan se volvió hacia él, ceñudo. Yuryl continuó sin amedrentarse:

–¿Recordáis el consejo que os di, mi señor?

El rostro de Sarkan se ensombreció. ¿Cómo no iba a recordarlo?. Murmuró con voz ronca:

–Ya te lo dije hace tiempo, Yuryl. Sarkan el Grande jamás se arredra ante nada.

Yuryl, al escucharle, se sintió inquieto. Había percibido la duda y la vacilación en sus palabras…

El día anterior, Sarkan había tenido su primer encuentro con Klarvan. El señor de Voklat bajaba a caballo hacia el castillo que había construido Tarkan el Magnífico en la villa de Karalya. Iba acompañado por Yuryl y por su séquito. Caía la noche. Nada más dejar atrás el empinado camino de la montaña, se encontraron rodeando una destartalada casa. Yuryl le hizo una señal de advertencia.

–Es aquí, mi señor—murmuró. Sarkan contempló ceñudo aquel feo edificio. El dueño no se preocupaba, desde luego, por mantener aquella casa habitable y aseada. La descuidada paja del tejado se desprendía a trozos. Los muros de piedra estaban sucios y agrietados. Nadie barría el umbral polvoriento. Todo en aquel lugar respiraba desaliño y vagancia. Tan sólo un elemento de aquella casa parecía bien conservado: el molino de madera de grandes palas, que remataba una de las fachadas, y que giraba sin cesar, empujado por el agua que derramaba una cantarina cascada.

–¿Klarvan es molinero, pues?—preguntó Sarkan. Yuryl asintió diciendo:

–Esa es su ocupación aparente.

Cuando estaban a punto de pasar de largo, una cabeza de cabellos ralos e hirsutos de desvaído color dorado, apareció por la desgastada puerta. Sarkan se irguió tenso sobre su montura. Aquella cabeza era espantosamente fea. Dos acuosos y ladinos ojos verdes fijaron su vista en el joven guerrero. La nariz achatada y deforme se arrugó despectiva. La boca esbozó una sonrisa taimada y casi por completo desprovista de dientes.

–Vaya, vaya—dijo el hombrecillo con voz estridente— Qué sorpresa. Mirad quien acaba de bajar de la montaña.

Sarkan, recordando el consejo de Yuryl, contuvo su ira frente a aquella falta de respeto, y apretó los labios. Hizo por sonreír y esbozó un saludo. Klarvan, sonriendo burlón, no se molestó en devolvérselo.

–¡Fijaos! ¡Si es el engreído señor de Voklat! —exclamó risueño– ¡Rodeado por su corte de arrogantes caballeros!¿Cómo estáis hoy, mi señor?

Sarkan no contestó, e hizo ademán de apresurarse. Pero Klarvan no le dejó continuar camino. Con sorprendente agilidad, se apartó de la puerta y se plantó frente al caballo de Sarkan. Este no tuvo más remedio que detener a su animal, pues no podía avanzar sin arrollar a Klarvan. Al ver que su señor se hallaba por completo a su merced, la sonrisa del molinero se hizo aun más amplia.

–Veo que estáis dispuesto a conversar—dijo paseando sus ojos acuosos por encima de Sarkan y sus hombres—Qué bonitos sobrevestes llevan vuestras tropas. Y vos, mi señor, qué precioso manto bordado lucís.—suspiró–¿Sabéis? Paso mucho frío aquí, en mi molino, junto al río. Ese bonito manto que lleváis me vendría muy bien para calentarme.

Sarkan, ceñudo, apretó fuerte las riendas con las manos. Klarvan, encantado con aquella reacción, continuó espoleándole:

–Mi señor, no seáis tan tacaño y tan altivo ¿vais a negarle a vuestro más humilde siervo el calor de una prenda de abrigo?

Sarkan respiró hondo. Yuryl ya se lo había advertido. Con una forzada sonrisa, que más bien era una mueca de rabia, se desprendió de los hombros el manto. Tomándolo con una mano, se lo tendió amablemente a Klarvan.

–Tomad. Esta será una noche fría. Es la voluntad del señor de Voklat concederle esta merced a su molinero.

Klarvan estalló en carcajadas al oírle. No hizo movimiento alguno para alcanzar el manto. Sarkan, furioso y humillado, se dio cuenta de lo estúpido que parecía, permaneciendo allí con el brazo extendido, mientras aquel hombrecillo se carcajeaba despreciando su regalo. Klarvan balbuceó entre risotadas:

–¡Dejadlo caer al suelo, mi señor! ¡No os preocupéis si se mancha de barro!

Sarkan no tuvo más remedio que hacer lo que le decían. Dejó caer sobre el lodo del camino su manto bordado. Después, picó de inmediato espuelas a su caballo. Sus hombres, avergonzados por aquella afrenta a la que no podían responder, marcharon tras él apresurando el paso. Mientras se alejaban, pudieron escuchar la voz de Klarvan que decía burlona:

–¡Será una noche fría, mi señor, sin duda! ¡Sobre todo para algunos hombres que cabalgan hacia Karalya!

Yuryl lo había contemplado todo sin decir ni una palabra. Observó consternado a su señor mientras apuraban la marcha. Sarkan, respirando entrecortadamente y con el rostro enrojecido, apretaba las riendas con tanta fuerza que sus nudillos estaban pálidos. El joven guerrero no dijo ni una palabra hasta que estuvieron instalados en el castillo de Karalya. Una vez allí, Sarkan tomó del brazo a Yuryl y siseó:

–No pienso contenerme. Voy a matar a ese rufián de Klarvan.

Yuryl se encogió de hombros, sombrío.

–Si Klarvan muere, mi señor, ya sabéis lo que os aguarda.

Sarkan soltó el brazo de Yuryl. Se palmeó furioso las piernas.

–¿Por qué precisamente él, y no otro?—gritó iracundo. Yuryl se apoyó con cansancio en su báculo.

–Porque, mi señor—dijo lentamente—no hay otro como Klarvan. Es único. Conoce a la perfección los caminos del agua. Por eso fue elegido para encargarse de tan importante tarea. Por eso Klarvan, ese miserable, ese rufián, y no otro, fue designado para ser el Guardián del Lago.

Sarkan se pasó una mano por los ojos. Se dejó caer sobre una silla. Miró al anciano con ojos fieros y murmuró:

–Hablas de él como si fuera una especie de mago.

Yuryl sonrió y movió la cabeza diciendo:

–Algo así es, mi señor.

Sarkan quedó en silencio. Desde donde estaba, alcanzaba a vislumbrar una luz a través de la ventana. La reconoció de inmediato. Era la hoguera que algunas noches quedaba encendida en la alta plataforma de su Torre plateada. Suspiró desalentado. Qué humillado e infeliz dormiría esa noche. Y todo por mantener el brillo de aquella luz sobre las montañas.

Las predicciones que Yuryl hizo el día en que fueron reconocidos sus esfuerzos, resultaron ser del todo ciertas. Ningún rey o señor parecía capaz de detener el irresistible avance guerrero de Sarkan. El señor de Voklat se adueñó primero del vecino reino de Kravok. Ganó todas sus batallas sin apenas pérdidas de hombres o caballos. El rey Rawid de Kravok se dio por vencido. Sentía que no podía luchar contra un guerrero tan afortunado. Con Kravok ya en sus manos, Sarkan se dirigió hacia la tierra de Zokar. Tras varios encuentros en los que resultó victorioso, Hekli, el señor de Zokar terminó por rendirse. Fue entonces cuando Sarkan se dio cuenta de algo curioso: había forzado a los escribas a rehacer todos los mapas en menos de dos años. Se preparó para el siguiente paso: la conquista de Vyalar. Antes de lanzarse a su nueva campaña, Sarkan encendió una gran hoguera en su plataforma almenada. Mientras honraba a sus antepasados, contempló el cielo estrellado. Sintió de pronto una punzada en el alma. Intuyó que algo esencial para él, su más anhelado deseo, le estaba aguardando en Vyalar.

Pero nunca llegó a emprender aquella campaña. Pues el rey del Norte, Arwan, bastante nervioso por las noticias que le llegaban, decidió adelantarse a los acontecimientos y envió a Iznir una embajada. El día que sus lugartenientes se presentaron en el salón de la Torre, Yuryl le dijo en voz baja a Sarkan:

–El rey del Norte está asustado. Hará lo posible por hacerse amigo de vos y cerrar de inmediato un pacto. Tenéis todas las de ganar, mi señor, en este juego. Pues no lo olvidéis: es él, Arwan de Vyalar, el que viene a suplicaros.

Sarkan escuchó atentamente lo que le proponían aquellos enviados del Norte. Cesión de tierras, privilegios, alianzas… y ofrecían además algo muy valioso que serviría para atar aun más fuerte los lazos.

–¿Cómo es?—preguntó Sarkan, bastante interesado. El enviado sonrió con orgullo y contestó:

–Tan hermosa como un amanecer sobre las montañas.

Sarkan se irguió en su asiento. La expresión arrobada de aquel hombre no era fingida. Se acarició el mentón unos momentos. Luego dijo:

–Está bien, caballero de Vyalar. Decidle a vuestro rey que acepto.


(CONTINÚA EN EL GUARDIÁN DEL LAGO II)


Claudia Aynel