El posavasos es elegante. Muestra una vista de Estambul característica: un perfil de destartaladas casas amontonadas, cúpulas esféricas relucientes y afilados y esbeltos minaretes. Tiene la textura y los colores de un grabado antiguo. Bajo la imagen, en bonita tipografía con arabescos, pone: “Café Coskun”.
Como la casa de un anciano que de joven ha sido aventurero y exuberante, Estambul está llena de imágenes de tiempos y vidas pasadas, de objetos que han sobrevivido a cruentas batallas, de relatos inverosímiles que luego resultan ser ciertos, de canciones antiguas que desatan lágrimas y de sonrisas gentiles y nostálgicas. Mi primer recorrido por Estambul fue el canónico: Santa Sofía, la Mezquita Azul, Topkapi, las Cisternas, y todo lo demás que viene en las guías. Cumplí con los hitos obligados: cené con música tradicional en Taksim, regateé unas alfombras en el Gran Bazar, recibí mi dosis de mimos y guante de crin en el hamam. Después, nuestro grupo, los quince que éramos, estudiantes jóvenes y alocados, con futuros que suponíamos brillantes, que íbamos a comernos el mundo y aquel país sin un duro en el bolsillo, partimos hacia la aventura: Capadocia y la Jonia. Y lo que pasamos fue un mes entero comiendo kebabs grasientos y arroz pilav frío, saltando sobre autobuses renqueantes, charlando con campesinos simpáticos, y, en general, llevando una vida de pantalones destrozados, sandalias sin suelas, polvo, sudor y hierro, mochilas pesadas, quemaduras en el cuello, compartiendo mesas, camisetas, suelos para dormir y rollos de papel higiénico.
Y, al final de tan arduo periplo, tocaba cerrar el círculo: volver a Estambul, y esperar allí un día entero, para coger a las cinco de la madrugada el avión de vuelta. Nos repartimos en varios autobuses, y yo acabé, muy a mi pesar, junto a una pareja bastante aburrida. Pasé el trayecto durmiendo, luego, mirando el paisaje, hasta que le cambié el sitio a un tipo que quería meterle mano (¡ojo, consentida!) a la turista que se sentaba a mi lado. Gracias a eso, gané un asiento mucho más cómodo y caro. Llegamos a Estambul de amanecida. Acudimos corriendo al lugar de encuentro concertado: la bonita plaza ajardinada entre Santa Sofía y la Mezquita Azul. Y allí nos sentamos, en un banco, la parejita y yo. Ellos dos, deseando que llegaran los demás, para poder librarse de mí y marcharse de una vez a escoger anillos de plata y alfombras. Yo, pensando en rematar el día lo más rápido posible, ya que apenas me quedaba dinero, y estaba como loca por llegar a España. Ansiaba quitarme los vaqueros recortados que llevaba, tan llenos de agujeros que rondaban lo indecente, y tan sucios que ningún programa de lavadora podría sanarlos jamás: quedaba claro que tendrían que ir directos al vertedero.
La mañana transcurría, pero nadie llegaba. Comenzamos a inquietarnos: nuestro autobús y los del resto del grupo sólo tenían un par de horas de diferencia. La chica de la pareja se mordía las uñas. El sol ascendía, y el asfalto comenzaba a arder. Y entonces apareció más gente. No los que esperábamos, sino otros paisanos, que también viajaban a golpe de saco de dormir y aislante y que nos habían salvado del hambre y la sed en varias ocasiones. En cuanto nos vieron, se acercaron.
–Los vuestros están aun en Izmir, en la estación—nos dijeron.
–¿Y por qué?—preguntó preocupado el chico de la pareja.
Y nos lo explicaron. Y a mí me dio mucha lástima. Hay pocas cosas más angustiosas que ver cómo se te escapa un medio de transporte que ya has pagado, mientras haces lo imposible por que tu maltrecho cuerpo se rehaga y se calme, encerrado en el mugriento cubículo de un baño. Según nos dijeron, había, por lo menos, cinco afectados.
–Nosotros nos vamos ahora hacia Bursa. ¿Qué vais a hacer vosotros?—nos preguntaron. La pareja y yo nos miramos. El chico de la pareja dijo:
–Nuestro avión sale mañana.
Se despidieron amablemente. Intercambiamos teléfonos, abrazos, las frases estrella del viaje, que incluían penosos chapurreos en turco, y a mí, misteriosamente, uno de ellos me dio dos cigarros.
–Te los debía—dijo, sin duda confundiéndome con otra. Los acepté, de todas formas, con una sonrisa agradecida.
En cuanto se marcharon, el chico de la pareja se volvió hacia mí y me soltó:
–Bueno, Claudia, te vemos esta noche en la pensión.
Le miré de hito en hito. Carlos, se llamaba aquel chico. Él, sintiéndose algo culpable, dijo a modo de excusa:
–Los demás llegarán por la tarde, como a las ocho…
Sonreí. El sentimiento era mutuo. Carlos era el guapo del grupo. Yo adoraba contemplarle, pero aborrecía escucharle. Me había pasado el viaje ignorándole y ahora él me lo hacía pagar. Fue una despedida breve. Pronto me quedé sola, más sola que la una, en aquel banco de ese parque tan bonito, al que arropan dos monumentos impresionantes. “Un paradigma bizantino de equilibrio de masas”, leí en alguna parte. Y “el elegante tributo que el discípulo de un gran maestro le hizo a la confluencia de culturas arquitectónicas”, leí en otra. Allí estaban, paradigma y tributo, preguntándose extrañados por qué una turista boba de pantalones raídos no les rendía la debida pleitesía y les sacaba de inmediato una foto.
¿Qué iba a hacer yo, sola, sin dinero, todo un día en Estambul? Vagar, por supuesto. Y vagué, por las calles en cuesta, por los puestos de ropa, por las amplias avenidas, sorteando los tranvías. Vagué, hasta que mis pasos me llevaron hasta el Bósforo. Compré algo de comer en el Bazar Egipcio. El tendero sonrió cuando escogí.
–No le fallará—me dijo. Yo le lancé una mirada oscura y él se rió.
–¡Es el mejor!—insistió–¡Es el afrodisíaco más fuerte que tengo!
Miré lo que había comprado: me había parecido que era una barra de dulce de higos rellena de pistachos. El tendero se reía. Yo, aunque consternada, preferí ser amable y le hice coro con mi propia risa.
Devoré mi desatapasiones sentada en un banco, en una plazoleta cuajada de palomas y cagarrutas, cuyo nombre no soy capaz de recordar. Aquella cosa que comí no me hizo mucho efecto, creo, pero, por lo menos, sirvió para alimentarme. Mientras el sol me bañaba la cabeza, escuché un sonido que, después de un mes en Turquía, ya era para mí de sobras conocido, y que siempre me parecía lleno de hipnótica y espontánea armonía. Comenzó con un cántico a mi izquierda, después otro algo más atrás, y luego le siguieron otros dos, lejanos. Pronto el lugar entero pareció llenarse de voces que me hicieron pensar en larguísimos estandartes, verdes, pardos, blancos, que se alzaban hacia el cielo, compitiendo entre ellos, haciéndose sombra unos a otros, ondulando hacia lo alto, entrelazándose. Ya era mediodía.
Caminé de nuevo cuesta arriba. Llegué a la mezquita de Solimán. Me quité los zapatos, me cubrí con mi chal, me ajusté la faldeca que me dieron, y me senté sobre las alfombras a meditar. Los niños jugaban entre las columnas del patio. Algunos hombres, tocados con birretes blancos de ganchillo, oraban en un rincón. Semioculto entre las sombras del fondo, sollozaba un crío, en brazos de su madre. De un vistazo comprendí por qué. “Pero ¿no deberían estar haciéndole una fiesta?”, pensé. Supuse que se la guardaban para la tarde.
Cuando salí de la Süleimaniye, el cielo se nubló. Ya estaba lejos de cualquier posible refugio para cuando estalló la tormenta. Pronto me encontré corriendo por las calles, otra vez sin rumbo fijo, añadiendo nuevas manchas a mi pantalón. La lluvia escampó, y yo me lavé mis bonitos calcetines de lodo grisáceo en la fuente de las abluciones de ¿qué mezquita?… no recuerdo el nombre. Sí recuerdo que un tipo, de los de birrete de ganchillo, se asomó extrañado a mirarme. Y, cuando terminé, partí de nuevo hacia las calles, sintiéndome sola. Demasiado sola. No me gustaba nada aquella experiencia. Pensé en los que viven siempre así: sin hogar, sin compañía, sin dinero. Por unas horas, en aquel último día en Estambul, me convertí en uno de ellos. Y no fue agradable. Parece mentira lo que puedes llegar a echar de menos las discusiones por la ruta a seguir, la charla de un imbécil arrogante, interminables digresiones sobre temas culturales, quejas ñoñas de niñas blandengues, e incluso los exabruptos de algún que otro mal carácter.
Fue al doblar una esquina, que me lo encontré: “Café Coskun”. Me demoré unos momentos frente al cartel de la entrada. Me agradó de inmediato: mesitas de madera sobre la acera, algo simples, pero adornadas con bonitas velas. Mantelitos con bordados sencillos de tonos rosados. Y los posavasos… me fijé en el grabado que llevaban. Deseé tener algo más de dinero para poder sentarme allí, y pedir un refresco, y recostarme en una de aquellas sillitas, y dejar pasar las horas de manera indolente, fumando tranquila los cigarrillos que, en realidad, eran de otra chica, disfrutando de la sombra de los árboles y de la brisa fresca. Me miré una vez más los pantalones. Qué pinta tenía, pensé. Ya iba a escabullirme cuando una cabeza de cabello negro y rizado asomó por la puerta.
–¿Qué quiere tomar?—preguntó en inglés. Yo sonreí y me encogí de hombros, y negué con un tímido gesto. La cabeza se apartó de la puerta, y se convirtió en un muchacho, y entonces yo…
¿Tú, qué, Claudia? ¿Qué pensaste en aquella lejana tarde de verano?
Pensé embobada: “¿Es real?” El sueño hecho carne tendría aproximadamente mi edad: veintiún años. Era alto, delgado pero fuerte, y lucía una irresistible sonrisa.
–Siéntese—invitó aquel chico, animoso. Yo volví a negar con la cabeza. Él mostró unos dientes blanquísimos. Dijo simpático:
–¿No le gusta aquí?
–Me encanta—contesté yo, sonriendo como loca, pues la expresión de su cara era tremendamente contagiosa. Me cayó tan bien, me sentí tan a gusto que, de repente, me confesé:
–No tengo dinero—murmuré avergonzada.
El no dejó de sonreír. Apartó la vista de mí, miró unos momentos furtivamente hacia el interior del local, y luego se me acercó y dijo en voz baja:
–Yo te invito.
Retrocedí asustada. Él lo notó, y se retiró un poco. Siguió sonriendo.
–De verdad, te invito.—mostró las palmas de las manos, como para demostrar que no llevaba ningún arma—De verdad.—rió alentador.—Quiero invitarte.
¿Qué podía hacer yo? Decir que sí, me daba mucho apuro. Decir que no, me parecía una grosería. Y, la verdad, anhelaba más que nada en el mundo en aquel momento sentarme en aquel café tan agradable, acompañada por un chico tan agradable, y contemplar babeando aquel físico que él tenía, tan despampanante y agradable.
Acepté. Pareció jubiloso. Dejó a un lado el trapo de limpiar las mesas, y, mientras yo me sentaba, se marchó a por la bebida.
Menuda estúpida estaba yo hecha, pensé. Le había pedido ni más ni menos que ayran.
–¿Te gusta el ayran?—me preguntó divertido, y yo asentí. Luego pensé que no era lo más indicado para quedar bien frente a alguien. De continuo tenía que limpiarme el rastro blanco del labio superior. A él, la verdad, no parecía importarle.
–¿Qué haces aquí en Estambul?—inquirió.
Yo le conté mi viaje, mis aventuras, mis correrías solitarias de aquel día. Él me escuchaba con atención, sonriendo. Yo le sonreía también, alelada.
Aquel camarero de un cafetín perdía el tiempo sirviendo copas. Pues era, en su aspecto exterior, único, impresionante. Una amalgama perfecta entre Europa y Asia. Recorrí su rostro con la vista pensando en pueblos yendo y viniendo. En jonios de cabello oscuro y tez clara. En turcos de ojos rasgados y mirada fiera. En sirios de piel morena, coronados de rizos. En vikingos bajando por los ríos de Rusia. En judíos de nariz aguileña. En los niños que había visto en los pueblos de Capadocia, de piel cremosa y brillante, y sorprendente mirada verde azulada. Allí estaban todos, frente a mí, contemplándome encantadores y amables mientras sorbía mi bebida regalada. A mí también me dio por preguntar, y pregunté.
Y me contó su vida. Que, en realidad, había nacido en Alemania. Que había pasado en aquel país del Norte casi toda su infancia. Que estudiaba para ser ingeniero. Que el Café Coskun pertenecía a un tío de su padre. Que “coskun”, en turco, significaba “entusiasta”. Que gracias a aquel trabajo se costeaba los estudios, y que le agradaba, aunque pronto iba a dejarlo. Que le había salido una oportunidad de carrera en Kusadasi. Que si quería tomar alguna cosa más…
–No, muchas gracias—dijo yo, firmemente. Él sonrió.
–¿Sabes…?—me dijo. Yo le miré, algo escamada. Entonces él soltó:
–Te invito a cenar.
En el silencio que siguió, percibí el suave aleteo de las palomas en los árboles. Él sonreía. ¡Cómo no!. Y añadió:
–No tienes dinero. Y es tu último día aquí—entrelazó los dedos, como si se dispusiera a cerrar un negocio. Dejó caer un digno final—Será un placer para mí. Estaré encantado.
Yo callé. Menuda oferta. Le miré de nuevo, nerviosa. Él seguía sonriendo, con los dedos entrelazados. Yo dudaba. Además de estar como un tren, tenía muy buenos modales. Sus gestos eran gentiles, educados, algo anticuados. Me pregunté por primera vez qué veía él desde su lado de la mesa. Veía, sin duda, a una turista española jovencita, atontada, ingenua, de cara aniñada, pelo liso y suave, ropas sucias y andrajosas, muy delgada después de tantos días de malcomer y cargar con su mochila, tímida, sin capital, sola y desvalida. Una interesante pieza de caza.
No supe qué hacer. Entonces él dijo:
–Piénsatelo, si quieres.—señaló hacia el local—Mira, yo aquí termino a las nueve.—sonrió de tal manera que casi me dio un infarto—Te esperaré en la puerta. Si vienes, te llevo a cenar a un sitio especial. De verdad, me encantará invitarte.
Nos levantamos. Cuando nos despedíamos, yo algo envarada, él me dijo:
–Toma, llévate este posavasos. Por si te olvidas de dónde estamos.
Se lo agradecí. Pronto me encontré, como en sueños, caminando calle abajo.
Llegaron las ocho. Me encontré con los míos en el lugar indicado. Nos contamos nuestras aventuras. Yo, aun muy confusa, le hablé de mi reciente encuentro a una pareja de novios que me caían muy bien, y que, en cuanto mencioné lo de la invitación, se quedaron algo preocupados.
–Tú sabrás—dijo el chico de la pareja, muy serio, abrazando protector a su novia.—Tú verás con qué habilidades cuentas para, después de cenar, salir corriendo y desembarazarte de un pesado.
Yo le miré avergonzada. Tenía razón, pensé. Después de todo ¿Quién era aquel tipo del café? No sabía nada de él. Ni siquiera su nombre.
Pasaron las ocho, las ocho y media, y llegaron las nueve. Durante ese tiempo me devané los sesos. ¿Qué debía hacer? Estaba deseando acudir a la cita. Pero… ¿era prudente?.
Me habían llamado la atención un par de detalles. Uno de ellos fue que aquel camarero no aprovechó que llevaba un bolígrafo en el bolsillo de la camisa para anotar su nombre, o un teléfono, o cualquier otro dato en el posavasos. Detalle tonto e irrelevante, por supuesto. Pero en aquel momento me pareció sospechoso, raro. Otra cosa que me inquietaba fue que, aun con todo, la sonrisa de aquel muchacho era incompleta. Había algo de recelo en ella. Debo decir que eso me gustaba. Después de todo, aquel tipo tan atractivo no confiaba ciegamente en sus encantos. No lo veía del todo claro. No sentía que tenía la sartén por el mango.
Dudando, dudando, me dieron las nueve, las nueve y media, y, finalmente, las diez. Lo que me decidió a dejarlo correr fue la coquetería: no tenían habitación para nosotros en la pensión cochambrosa que habíamos reservado. No podía darme una ducha, o cambiarme de ropa pidiendo prestada una camiseta y una falda. No podía acompañar a nadie a ningún restaurante vestida como iba, como una pordiosera. Pensé por un fugaz momento, y sintiéndome muy culpable, en una figura esperando frente a un café. Un joven de veintipocos, con las manos en los bolsillos, alisándose nervioso el cabello repeinado, y mirando con inquietud calle arriba, y luego, ya más impaciente, calle abajo. Pobre camarero infeliz. Pobre muchacho solo y abandonado.
Me dio pena. Pero me retenían muchas voces. “No hables con desconocidos”, “No salgas sola de noche”, “Si vas allí, pídele a alguien que te acompañe”,“¿Habéis oído lo que le pasó a esa chica que, estando de viaje, no tuvo cuidado? ¿De verdad? ¡Qué horror!”. ¡Cuántas historias para no dormir!. ¿Y qué tal los titulares? “Joven española de veintiún años desaparecida en Estambul en extrañas circunstancias…” “…la trata de blancas…”. No, no. Nada de imprudencias. Mejor aguantarse, apretarse el cinturón, cenar un triste kebab grasiento y quedarse tranquila en casa.
No volví nunca al Café Coskun. Ignoro si allí me aguardaban ansiosamente con el corazón roto, que lo dudo, o si el deslumbrante camarero se limitó a esperar un rato fumando un cigarro y, cuando lo terminó, se encogió de hombros y se marchó de parranda.
Así terminó la historia. Pero hoy he querido inventarme otros finales.
En uno de ellos, voy a la cita, y el camarero tira la casa por la ventana. Me invita al restaurante más caro de Estambul, con velitas y todo. Cenamos, charlamos, y… bueno, luego hay champán, más velitas, sedas y raso, una hermosa vista sobre el Bósforo, un brindis de anuncio, algunos bombones y, tal vez, una gran bañera de hidromasaje.
En otro de los finales, el más siniestro, mi cara aparece debajo de un letrero: “Vista por última vez…”.
En el tercer final, el que se me antoja más probable, ocurre lo siguiente:
Después de cenar tranquilamente en el restaurante modesto pero acogedor de su mejor amigo, salimos a la calle, un poco borrachos. La cerveza Efes y el vaso de raki se nos han subido a la cabeza. Estambul, a esa hora es cálido: el asfalto libera todo el calor acumulado. Yo le digo: “¿A dónde vamos?” Y él se encoge de hombros. Yo dudo ¿Y si me marcho ahora? La paloma se escapa viva, después de todo. Entonces él dice, con cierta indolencia: “Yo vivo aquí al lado”.
Entramos en el piso. Es pequeño, y está abarrotado. Él desaloja de una patada el sofá del salón. En él duerme un amigo, o tal vez un hermano. El desalojado se mosquea. Negocian entre los dos en turco, y llegan a un trato. Nos quedamos solos, mi anfitrión y yo. Sonríe y me invita a sentarme. Yo paso la mano por encima de ese sofá que me recuerda horrores al de la casa de mi abuela. Me dice: “¿Quieres beber algo?”. Digo que sí, y él me entrega un vaso. Raki, whisky, lo que sea. Brindamos, y se sienta a mi lado.
¿Qué pasaría en aquel momento por la mente de aquel camarero de barrio? Y, por cierto ¿Cómo se llamaba? Tal vez tenía un nombre turco tradicional: Mehmet, Metin, Orhan, Emir… Tal vez tenía uno de esos tan raros que hacen soñar: Volkan, Tolga, Gökhan, Tugrul…
¿Quieres conocer Estambul, chica española? Yo voy a mostrártelo. Comenzaremos la visita ahora. Bienvenida a mi casa. Poco espaciosa, y llena de trastos. A mi madre le gusta guardar cosas. Disculpa a mi hermano. Entra a trabajar dentro de un rato, turno de noche, ya sabes. Duerme aquí para no molestarnos. Somos cinco, y todos nos levantamos temprano.
Tómate el whisky, sin prisas. No te preocupes, que llegarás a tu avión sana y salva. Tan sólo concédeme tus últimas horas aquí. Y te enseñaré una ruta que pocos conocen. Seré tu guía. Dame tu mano. Confía en mí, que yo no te defraudo.
¿Estás lista? Comenzamos. Da un paso hacia delante. Yo ya estoy preparado.
Veo que eres más atrevida de lo que pensaba. Eso me gusta. Tómame del brazo. Vamos a salir de una vez de este caluroso cuarto.
¿Por dónde empezaremos? Creo que por lo de siempre: primero visitaremos juntos un templo sin nombre de seda y marfil. Recréate en él todo lo que quieras. Soy un guía complaciente. Permitiré que, mientras admiras el lugar, recorras los mosaicos con la mano.
Salimos de este templo, pero no te preocupes: si te ha gustado, volveremos. Ahora recorreremos las oscuras calles. Yo te iré guiando. Déjame bajar por esta amplia avenida. Esta noche está más hermosa de lo que pensaba. ¿Te gusta este lugar? Creo que sí. Blanco mármol, cúpulas, y una fuente, en sombras y arbolada. Deja que me moje las manos. Bebe sin miedo. Tenemos mucho tiempo aun. Vamos a refrescarnos.
¿Aun tienes sed? No me extraña. Es una noche muy calurosa. Adelante, recorre el lugar. Visita la negra arboleda. Ahora está en silencio, pero pronto sentirás en tus oídos las voces que bullen adentro. Contempla el reflejo de tu rostro en los estanques. ¿Qué es lo que ves en sus aguas azules? Sonríes. No dices nada. Anda, pasea a gusto por entre los juncos. Y permanece unos instantes en este fresco rincón. Cierra los ojos ¿No sientes el aroma? Café, canela y tabaco, en la mañana. Algo de menta, hacia la tarde. Y, por la noche, anís, un toque de naranja y, también, sándalo.
Me gusta pasear por Estambul contigo. Es mejor de lo que me esperaba. ¿Sabes? Cuando te vi en el café, pensé: “No querrá entrar en un lugar desconocido”. Pero veo asombrado que no retrocedes ante nada.
Como eres valiente, te conduciré a lo mejor de la visita. Y aquí, te recuerdo, yo soy el guía. Dame las manos. Olvídate de todo. Déjate conducir y disfruta de las vistas.
No nos demoremos más. Voy a hacerte subir por las calles en cuesta. Te haré recorrer intrincados callejones que huelen a especias. Entraremos juntos en un templo maravilloso, mi monumento favorito, ni iglesia, ni mezquita. Tiene muchos nombres. Antes de entrar, mírame a los ojos. Devuelve mi mirada. Veo estrellas en el cielo. Sujétate a mí. Hay rosas rojas asomando entre las cortinas.
En el templo se encienden ya todas las luces ¿No es hermoso? ¿De qué te ríes? De mi cara, sin duda. No me extraña. Estoy muy contento. Este recorrido por Estambul es más divertido de lo que yo pensaba.
No puedo creerlo. Cómo brillan los mosaicos en el interior del templo. Cómo cantan las voces que viven dentro. Estoy extasiado. Creo que hoy anotaré algo nuevo. Esta noche va a haber fiesta en mi ciudad.
Subamos deprisa la Torre de Pera. Son muchos escalones, pero vamos rápido. Date prisa. Ya empieza el espectáculo. Fuegos en la noche. Mira hacia arriba ¿Los ves? ¿Cómo vas a verlos? Si hace ya rato que tienes los ojos cerrados…
Rojo, oro, verde y amarillo. Plata, cobre, azul y esmeralda. Incluso el violeta, el más raro. Hoy están todos. No falta ni uno. Todos los barrios: Sultanahmet, Eminönü, Uskudar y Besiktas… Qué hermosura. Parece que se ha hecho de día.. Disfruta de lo que ves y de lo que escuchas. Te aseguro, mi niña, que yo disfruto como un loco de esta maravilla…
Terminaron los fuegos. Terminó el espectáculo. Déjame que respire. Estoy cansado. Hemos recorrido un largo camino, aunque tú no te hayas enterado. Descansa unos momentos. Deja que la brisa te acaricie el cabello. Apoya tu cabeza en mi hombro. Respira hondo ¿no hueles el mar?
Bueno, se acabó la ruta. No ha sido larga, pero espero que no te haya defraudado. Creo que no, que estás contenta. Lo noto por tu sonrisa.
Adiós, chica española. Tan sólo una pregunta ¿Te gusta Turquía? ¿Te gusta mi ciudad?
Cómo te veo sonreír ahora. No me extraña. Mi recorrido nunca falla. He hecho ese camino cientos de veces. Lo conozco como la palma de mi mano. Muestro los lugares que nadie conoce. Sé lo que mis invitados quieren ver. Jamás decepciono. Así pues, no hables. No es necesario. Lo leo en tu cara. Te ha gustado. Cuando vuelvas a España, le dirás a todo el mundo: “Qué hermosa es Turquía. Qué rincones tan bellos. Es tan emocionante y exótica y taaan sensual…”
Adiós, española. Nos despedimos. Dame dos besos y vuelve a tu tierra. No contestes a mi pregunta. Imagino muy bien cual va a ser tu respuesta.
No ocurrió jamás, claro. No hubo fuegos artificiales esa noche, ni caminatas nocturnas por Estambul. Lo que sí hubo fue una juerga monumental en una azotea. En la pensión no había cuartos para todos. Así pues, lo echamos a suertes, y a unos pocos nos tocó dormir arriba. Arriba del todo. La noche era cálida, y no hacía viento. Antes de desenrollar los sacos, nos sentamos y charlamos. Recordamos los mejores momentos del viaje. Alguien trajo un melón (qué cosas), y lo descaperuzó de un tajo. Lo vaciamos, y lo rellenamos con una mezcla explosiva de la que me arrepiento de no haber tomado la receta. Fumamos todo lo fumable, reímos, cantamos y bebimos lo que no está en los escritos. Alguien comentó que el Bósforo, esa noche, parecía la Gran Vía de Madrid en hora punta. Era cierto. Los barcos subían y bajaban de tal manera que sólo faltaban los guardias gesticulando frenéticos, y los semáforos provocando tremendos atascos.
Lo pasamos muy bien. Apenas dormimos. A las pocas horas, un autobús vino a buscarnos. Llegamos a Madrid, ojerosos y agotados. Descansé, le mostré a mi madre los pantalones irreparables, comprobamos atónitas que se tenían de pie solos, y, a las pocas semanas, volvió la rutina. Los exámenes, el nuevo curso, el otoño, y luego,… el frío. Revelé las fotos, las pegué en un album, las mostré a los amigos. Al verano siguiente llegó otro viaje. Y luego, otro verano, y luego,… el resto de mi vida.
Hacía años, años de verdad, que no pensaba en aquel último día en Estambul. Qué fácilmente se olvida uno de lo que nunca ha vivido. No me acordaba de ¿cómo se llamaría aquel camarero? ¿Orhan, Metin, Tugrul? Quién sabe.
Sólo sé que, el otro día, cuando ordenaba mis libros, sonreí al encontrar, dentro de una guía de Estambul, que olía a té, a especias, a cuero y a papel viejo, un bonito, elegante y ya bastante ajado posavasos.
Claudia Aynel
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