Relatos sorprendentes

El rincón de los contadores de historias…

El silencio ensordecedor 7 agosto 2009

El silencio ensordecedor


De: Catalina Gómez Parrado



A mi madre y a mi abuela Ana,

que se refugiaban como podían en el Madrid

de la Guerra Civil, mientras las bombas caían a su alrededor.


Hace ya horas que se marcharon las chicas. Me encanta que vengan al pueblo a pasar unos días conmigo, pero después de dos semanas reconozco que añoraba un poco de tranquilidad. Yo, que tanto disfrutaba con el bullicio de la ciudad… Será la anciana en la que me he convertido la que habla por mí. Tampoco es algo que me importe. Ya hace tiempo que aprendí a convivir con esa extraña del espejo que me devuelve una mirada burlona desde un par de ojos vidriosos enmarcados de arrugas. Y aunque quisiera negar mis años, ahí están mis chicas –hija, nieta y biznietas– para revelar sin tapujos cada etapa pasada de mi vida.


Mis chicas… Adoro que hayan sido todas mujeres. Con ningún hombre he tenido nunca discusiones tan feroces ni conversaciones tan inteligentes. Mi pobre Andrés se limitaba a sobrevivir entre nosotras, calmando las aguas como buenamente podía, aunque sospecho que en el fondo disfrutaba de su papel de capitán de un barco ingobernable. Jamás podría haber encontrado un hombre más digno para ese cargo. Mi adorado Andrés…


No me pesa la soledad. Creo que nos hemos acostumbrado la una a la otra a lo largo de los años. Desde que Andrés me dejó, suelo disfrutar de cada minuto de mi tiempo como si fuera el último; así esperaba hacerlo en cuanto las chicas se marchasen. Y sin embargo, algo me desasosiega. He recuperado mi espacio y mi forma de hacer las cosas, he vuelto a poner orden en el delicioso caos que habían creado las niñas. Pero aún así, no encuentro en mi interior la paz que suelo sentir. No he sabido explicarme el motivo, hasta que hace un rato me he sorprendido a mí misma tratando de ahogar el silencio. Durante dos semanas la casa no había estado en calma ni un sólo momento; ahora, de pronto, la algarabía ha dado paso a la quietud que tanto anhelaba. Y tal vez sea precisamente eso, este silencio repentino, el que ha rescatado de mi memoria otro muy distinto. Otro que resuena en mis oídos como un clamor.


Cuando mi hija Alicia era pequeña vivíamos en Madrid, en una de las viviendas de un destartalado edificio de la calle Santa Engracia, a pocos metros de la glorieta de Cuatro Caminos. Era el año 36, Madrid vivía asediada y los madrileños sobrevivíamos a duras penas, con más entereza que medios. Lo peor no era la escasez –no hablaré aún de hambre; ésa vino después–, sino el miedo constante a la muerte. Los bombardeos habían empezado a desdibujar la ciudad en la que nací, hasta hacerla irreconocible. Por todas partes había restos de edificios destruidos, como cicatrices abiertas, que despertaban el instinto egoísta de agradecer al destino el no haber sido, por esa vez, los elegidos. Pero eso no suponía un gran consuelo sino, más bien, la sensación de vivir siempre de prestado. Cuando comenzábamos a recuperar la rutina de la vida cotidiana, volvía a rondar la muerte sobre nuestras cabezas. El pánico empezaba con las sirenas que advertían de un ataque inminente, a menudo sin dar tiempo apenas a escapar de las primeras bombas. Todavía recuerdo el maldito silbido de una bomba al caer. Es un sonido estremecedor, que va creciendo en intensidad hasta hacerse insoportable. Y la explosión que lo sigue… sólo puedo decir que retumba en tu interior como si cada órgano de tu cuerpo estallase con ella. Cuando el bombardeo comenzaba, siempre de forma inesperada, todos corríamos a guarecernos lo mejor que podíamos. Algunas veces entrábamos en algún comercio cuyas puertas habían sido protegidas con sacos de tierra; otras, nos limitábamos a apretarnos los unos contra los otros bajo los soportales, rezando para que aquel lugar no fuera el destinado al derrumbe y llorando de puro nervio cuando el peligro pasaba. En una ocasión me refugié en el metro, pero a Alicia le angustió de tal modo la idea de quedar sepultada en aquel agujero que no volví a hacerlo nunca más. Casi siempre corríamos hacia nuestra casa, pues se había dispuesto un refugio, más o menos acondicionado, en el sótano del edificio. He visto a hombres hechos y derechos llorar como niños cuando una bomba estallaba sobre nuestras cabezas, tan cerca de nosotros que el inmueble entero se sacudía como si fuera de papel. Y en una de aquellas ocasiones, durante un bombardeo especialmente cruento, Alicia se me escapó de las manos. Recuerdo que era noviembre, no recuerdo qué día del mes. Pero, fuese cual fuese, aquel día volvimos a nacer.


Fotografía de Robert Capa

Mi pobre Alicia siempre tuvo claustrofobia. Para ella los bombardeos eran doblemente angustiosos, pues al miedo que le causaban las bombas se sumaba la tortura de tener que permanecer recluida en un refugio. Era muy pequeña, apenas tenía cinco años cuando comenzó la guerra y era imposible hacerla entrar en razón cuando el pánico la invadía. Y aquel bombardeo fue terrible, el peor que habíamos sufrido hasta entonces. Una de las bombas estalló tan cerca que el suelo se sacudió haciendo temblar la caldera, que comenzó a resoplar de un modo alarmante. El techo de escayola crujía y el polvillo del yeso nos caía como lluvia fina sobre el pelo y la ropa. Doña Paquita, una de mis vecinas, comenzó a rezar en voz muy alta, casi a gritos, y las muchachas más jóvenes empezaron a gimotear. Traté de calmar a doña Paquita, recuerdo que la abracé para intentar infundirle ánimo. Supongo que en aquel momento solté a Alicia, que había permanecido aferrada a mi cintura con tanta fuerza que temí me quebrase alguna costilla. Lo único que sé es que cuando dejé de abrazar a doña Paquita, Alicia ya no estaba. Pregunté angustiada a mis vecinos, tratando de hacerme oír entre sus lamentos y el estruendo de las explosiones, pero nadie supo darme razón de su paradero. Aterrada, salí al exterior para buscar a mi hija, aunque mis vecinos me rogaron que no lo hiciera. La encontré cerca ya de la glorieta, sentada en el suelo, abrazada a sus rodillas y pegada a la única pared que quedaba en pie de un bar en ruinas. La cogí en mis brazos y corrí en busca de refugio, sin saber bien qué camino tomar, pues las bombas caían a mi alrededor cortándome el paso una y otra vez. Finalmente, exhausta, me metí a rastras en la oquedad formada por dos muros medio derruidos que habían quedado apoyados el uno contra el otro. Era incapaz de razonar, el pánico me dominaba. Sólo podía llorar abrazada a mi pequeña, pensando que seríamos los próximos cuerpos hallados entre las ruinas, como tantas veces había tenido que ver horrorizada en los días precedentes. No sé cuánto duró el bombardeo, perdí la noción del tiempo. Cuando los aviones se alejaron, los supervivientes fuimos saliendo de nuestros refugios poco a poco, temerosos aún de un nuevo ataque. Recuerdo que traté de volver a casa pero no supe encontrar el camino, incapaz de reconocer el lugar que me rodeaba, en la ciudad donde me había criado. Las calles que yo conocía habían desaparecido, ocultas bajo los escombros, conformando ahora un nuevo paisaje macabro. Tras mucho vagar de un lado a otro, al fin encontré la tienda de ultramarinos de Victorino Callejas, milagrosamente intacta. Pero, junto a ella, en donde debería haber estado nuestro edificio, tan sólo había una montaña informe de piedras que se desparramaba sobre la acera. Horrorizada, me dirigí hacia mi hogar destruido, aferrando la mano de Alicia, que aún temblaba de pies a cabeza. Nos acercamos con cautela a los escombros, cuidándonos de un nuevo derrumbamiento. Nos quedamos muy quietas, tratando de escuchar la voz de los supervivientes pidiendo auxilio. Tras el infierno vivido hacía unos pocos instantes, con el eco de las explosiones resonando aún en nuestros maltratados oídos, ansiábamos un grito, un lamento, una queja. Pero no escuchamos nada. Tan sólo el silencio inundando nuestros sentidos.


Fotografía de Kati Horna



No hubo ningún superviviente. Todavía hoy me pregunto qué impulsó a mi hija a salir del refugio aquel día. Todavía hoy escucho sus voces rogando que me quedase con ellos. Y una parte de mí lo hizo. Una parte de mí sigue viendo sus caras un instante antes de abandonarles. Por si les sirve de consuelo, sólo puedo decir que he tenido una vida plena. Que he amado y me han amado. Que tanto Alicia como yo hemos dado vida a otras vidas. Y que nunca, a pesar de los años transcurridos, he dejado de escuchar el sonido atronador de aquel silencio.


Gandía, 27 de mayo de 2009

Catalina Gómez Parrado



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21 Responses to “El silencio ensordecedor”

  1. Lola Montalvo Says:

    No creo que sea posible transmitir tanta angustia, tanto realismo y tanta ternura en una narración como lo hace la escritora en este relato. Me ha gustado mucho.

  2. catigomez Says:

    Muchísimas gracias, Lola, me alegro de que te guste. Un beso.

  3. Al principio sentí que adolecía de un interiorismo descriptivo. Pensé que no cubriría tus propósitos porque a través del camino escogido parecía complicado que hicieras sentir el horror que te has propuesto.
    Normalmente se dice: «Es una obra sencilla y directa» cuando la obra no tiene ningún valor, así que decir esto puede parecer peyorativo, pero en este caso no lo és.

    La manera de envolver la obra desde el final con ese concepto es lo que ha dado toda la angustia de un sólo trago, y realizar una breve pero intensa rememoración de lo leído. Me gustan mucho estos juegos de ideas y pienso que en este caso la sencillez ha servido muy bien a tus propósitos, pues le ha dado más fuerza a este efecto.

    poco más se puede ver en unas pocas líneas, pero has despertado definitivamente mi interés.

  4. catigomez Says:

    Muchísimas gracias, Josep, valoro mucho tu opinión… ¡sobre todo si te ha gustado :D! No, en serio, me alegro de que te guste mi relato. Me temo que mi estilo siempre será sencillo, no sé explicar las cosas de otra forma. Soy muy visceral, las historias me salen del corazón y así es como las suelto. Sólo espero saber expresar lo que siento y hacérselo sentir al lector. Con eso me basta.

  5. Nos ha parecido un relatos precioso y lo hemos puesto en la comunidad (por supuesto bajo tu nombre).
    Si te molesta, solo tienes que decirnoslo.
    un abrazo

  6. catigomez Says:

    ¿Cómo podría molestarme? Todo lo contrario, muy agradecida y muy honrada de aparecer en vuestra web. Si os parece bien, voy a poner el enlace a vuestra página. Un besazo.

  7. Edu Says:

    Madrid, capital de la gloria como escribia y daba voz Rafael Alberti. Ese madrid anonimo alejado escasamente de las lineas del frente, que fue el verdadero alma de la resistencia de la democracia de la II Republica. Bello homenaje a ese madrid, de personas y corazones.
    Un Saludo

  8. catigomez Says:

    Muchas gracias, Edu. A ver si te tenemos pronto por aquí. Un beso.

  9. Aida Says:

    Soprendente relato, el poder trasmitir a otros, sucesos tan tristes y devastadoes como son las guerras, la verdad, cuando termine de leerlo, me dieron ganas de llorar y me hizo meditar, como aveces las cosas pasan sin alguna explicacion y aparecen los milagros. Te felicito por tu relato.

  10. catigomez Says:

    Gracias, Aida, me alegro mucho de que te haya gustado, aunque te haya puesto triste. Un besazo.

  11. ana isabel Says:

    Las historias sencillas en mi opinión son las mejores, porque de lo que se trata, cuando uno escribe, es llegar al lector, y a mí, me has llegado. Muy bueno.

  12. catigomez Says:

    Muchas gracias, Ana Isabel. Eso es precisamente lo que busco cuando escribo. Me alegro mucho de haberlo conseguido contigo 🙂

  13. morrigane06 Says:

    Un relato muy bueno, de un gran realismo. Me ha recordado historias semejantes que me contaba mi abuela y mi madre también, aunque era muy pequeña en la época de la guerra. Seguramente este relato nace de estos recuerdos familiares de una nefasta época de nuestra historia.

  14. catigomez Says:

    Gracias, morrigane, me alegro de que te guste. En efecto, el relato nació de los recuerdos de las historias que me contaban también mi abuela y mi madre. La historia que cuenta el relato es ficticia, pero el origen que la provocó son los recuerdos reales de mi abuela huyendo de las bombas en Madrid con mi madre de la mano, que era muy pequeña y tenía pánico de meterse en un refugio. Imaginándolas a ellas, desvalidas y aterradas entre el caos y la destrucción, fue como nació este relato.

  15. Salva Says:

    Me has hecho recordar los relatos de mi abuela, con mi padre todavía un niño en sus brazos, sentada al borde de la cama, murmurando un «que no nos toque, que no nos toque…» mientras «la pava» descargaba sus terribles huevos de muerte sobre los pueblos del sur de Valencia. Has conseguido hacerme sentir el horror que vivieron los civiles, indefensos, bajo la locura de la guerra.
    Felicidades por tu relato. Y gracias.

  16. catigomez Says:

    Gracias a ti, Salva, por haber leído el relato y por tu comentario. Yo también soy del sur de Valencia, pero mi abuela era madrileña, por eso vivían allí; aunque al enviudar durante la guerra se vino a Valencia con sus hijos, y ya se quedaron aquí. Terribles historias. Ojalá que sólo las conozcamos a través de recuerdos lejanos como los que nos cuentan nuestras familias.

  17. catigomez Says:

    Acabo de actualizar el relato. No sé cómo ni por qué, se había borrado un párrafo entero del relato original. En fin, misterios del editor de textos…

  18. Oscar Says:

    Un relato sobrecogedor, me ha gustado
    Debo reconocer que me ha emocionado

    Un saludo

  19. catigomez Says:

    Muchas gracias, Óscar.

  20. Es sin duda un relato excelente, muy bien desarrollado. Me gusta especialmente cuando das esas pinceladas de realidad sobre el argumento, como cuando se resquebrajaba el techo de escayola y caía polvo de yeso sobre sus cabezas.

    Sin embargo, tiene un punto flaco. El final: el narrador se ha precipitado. Entiendo que terminar la historia en el antepenúltimo párrafo era demasiado abrupto, que necesitabas suavizar el final. Pero en el desarrollo del último párrafo haces un quiebro de ideas que «desentona» con el ritmo que has marcado en el resto del relato.

    Yo quitaría «Por si les sirve de consuelo, sólo puedo decir que he tenido una vida plena. Que he amado y me han amado. Que tanto Alicia como yo hemos dado vida a otras vidas.» Porque el significado que aporta es secundario y debilita la idea principal de la historia, que es lo que escribes a continuación: «que nunca, a pesar de los años transcurridos, he dejado de escuchar el sonido atronador de aquel silencio.»

    Pero esto es sólo una opinión personal, y cómo tal te la tienes que tomar, Catalina. Espero que no me vetes el acceso ahora… (je,je).

    • catigomez Says:

      Muchas gracias, Federico, me alegro de que te haya gustado.

      Comprendo lo que me dices, pero yo lo veo de otra forma. En ese último párrafo la protagonista no se está dirigiendo al lector, sino a los muertos, se está justificando ante ellos. Es habitual que el superviviente de una desgracia se sienta culpable por haber sobrevivido, que trate de vivir el resto de su vida con más intensidad para darle mayor sentido al hecho de estar vivo mientras los demás han muerto. Eso es lo que está explicando la protagonista a sus vecinos. Les está diciendo que, tanto ella como su hija, han aprovechado sus vidas, han tenido hijos que nunca habrían podido nacer si ellas se hubiesen quedado en el sótano, con ellos. Y que nunca les olvidará, que una parte de ella nunca les abandonará. No sabe si esto les serviría de algo si pudieran escucharla, pero a ella le sirve para justificar su supervivencia.

      En realidad, lo que traté de hacer en el relato fue eso, hacer que la protagonista hablase con los que ya no estaban; aunque durante todo el relato parece que se dirige al lector, en realidad está haciendo una valoración de su vida ahora que es una anciana, se está justificando consigo misma por haber sobrevivido aquel día, pues todo lo que le ocurrió a continuación nunca habría pasado de haberse quedado en aquel sótano.

      Me encanta charlar sobre los relatos, tanto si os gustan como si no. Le da más sentido a esto de escribir que si nos limitamos a volcar aquí lo que nos ronda por la cabeza sin más consecuencias, sin saber siquiera si alguien ha pasado por aquí y se ha detenido a leerlo. Tranquilo, por esto nunca te quitaría las llaves ni cambiaría la cerradura del blog 😀 Eso sí, ahora me escribes cien veces: «La jefa es divina, beso el aire por donde pasa…» etc., etc. Pa subirme la moral… ;D

      Oye, hablando de otra cosa… ¡Ya conseguiste cambiar tu nombre y tu avatar! Enhorabuena, bien hecho. Y ha quedado muy mono, además.


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