Relatos sorprendentes

El rincón de los contadores de historias…

Estrellas 19 septiembre 2009

Estrellas


De: Pedro Marchán




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Dos, tres, cuatro, cinco, seis…

Mi madre se llamaba Sara, tenía treinta y cinco años y le gustaba la astronomía. Amaba la estela de los cometas, ésa que arrastraban a través del espacio y se desvanecía como se desvanece un helado en verano. Quizás por ese motivo se compró el telescopio y se puso a observar las estrellas y los planetas y las constelaciones, sentada en la terraza con aquellas gafas gruesas de pasta, contemplando cada noche el infinito mientras mi padre dormía en el sofá a oscuras y el resplandor de la televisión rebotaba en las paredes.

Por algún motivo que desconozco mi madre parecía buscar en el cielo la luz que mi padre le arrebataba cada día, a eso de las once, después de haber cenado tras una dura jornada de trabajo.

Mi madre buscaba esa luz con el afán con el que un atleta olímpico busca el oro, como si, una vez que la encontrase, pudiera enroscarla en la lámpara del comedor.



Trece, catorce, quince, dieciséis, diecisiete, dieciocho…

Mi padre se llamaba Ramón, tenía treinta y ocho años y le gustaba el bricolaje. Una madera allá, otra aquí, atornillaba y la estantería estaba lista para ser colocada. Su taller era el garaje de casa, con todos aquellos utensilios esparcidos junto al automóvil, colgando de paredes y anaqueles, formando un galimatías de objetos que durante años había estado conservando. Aunque su pasión principal era la frutería de la calle Sagunto que con tanto esfuerzo había levantado gracias en parte a una subvención del Ayuntamiento. Cuando se vestía con el delantal y vendía naranjas y melocotones se olvidaba de su hobby, del roble y la haya, de la pulidora. Pero a cambio, le recompensaban con chascarrillos y habladurías, con gracias y rumores, con divertidas anécdotas. El día a día le hacía sentir feliz, el contacto con la gente le llenaba el alma como un néctar que se volvía imprescindible a cada trago, un néctar que sin duda alguna le iluminaba la vida.

Luego llegaba a su hogar, exhausto y rendido, y aquella luz parecía desaparecer de su interior y le adormilaba en el sofá, mientras su queda esposa miraba estrellas en la terraza y la noche le envolvía en sueños.



Veinte, veintiuno, veintidós, veintitrés, veinticuatro…

-¿Vais a venir al concierto? –preguntó mi tía Lucía asomando la cabeza por la ventanilla del automóvil.

Yo miré a mi madre con el entusiasmo con el que un preso saborea la libertad, luego asentí satisfecho y mi prima, que había estado marcando en el mapa el recorrido hasta Tortosa, me guiñó el ojo tras la luna trasera del coche mientras mostraba una carpeta con fotos del cantante.

-Así que compro cuatro, ¿no? –resolvió- Porque Ramón no viene…

-No, Ramón se quedará viendo el partido del Barça, prefiere estar junto a Ronaldinho que junto a su familia –contestó mi madre con una liviana sonrisa.

-Bueno, piensa que el día once te tocará a ti quedarte en casa. He leído que hay una lluvia de meteoros, las Perseidas, que va a ser bastante intensa. Además dicen que es un buen año para observarlas.

-Pero si precisamente lo que yo no quiero es quedarme en casa –sentenció Sara.

Mi madre temía quedarse sola. Como si aquella oscuridad que desprendía el corazón de Ramón pudiera apoderarse de sus sentimientos, de sus miradas, de sus sueños. A menudo ella me susurraba al oído que era feliz y yo sentía en sus vacilantes palabras y, a decir verdad, también en sus heridas, que mentía. ¿A quién quería engañar?

Todos sabíamos que la felicidad en mi casa era como una nebulosa, tan distante que había que imaginársela.

Tan distante que parecía imposible llegar a ella…



Veintisiete, veintiocho, veintinueve, treinta…

Mi madre apareció con un libro de Alejandro Sanz titulado “Por derecho”, una completa biografía que regaló a mi prima convirtiéndola en la mujer más contenta del universo.

-Para que te lo firme cuando vayamos a Tortosa –dijo sin convicción.

Estábamos en el chalet de mi tía Lucía recostados sobre una toalla estampada con estrellas de mar y refugiados bajo la sombrilla, justo después de haber estado nadando en la piscina, cuando trajeron el libro y los bocadillos.

-Déjame ver las fotos y los poemas –le pedí a mi prima, tirando del libro hacia mí.

Pasamos las hojas y observamos las fotografías de aquel jovencísimo cantante. Luego leímos en voz alta algunos versos inéditos que acompañaban el escrito.

-Mamá, ¿Alejandro Sanz es un músico o es un poeta? –preguntó mi inocente prima, queriendo resumir los quehaceres del polifacético artista en una palabra.

-Ambas cosas –contestó Lucía sin dilación- Ese hombre es como un avión, le hace ver el cielo a mucha gente… ¿Qué le dirías si tuvieras la ocasión?

Mi prima se encogió de hombros y se estiró sobre la toalla, escuchando las canciones de su artista preferido en el discman.

-No lo sé –resolvió con esa facilidad que los niños tienen para salirse airosos de cualquier apuro- De verdad que no lo sé.

Decidí enfundarme las sandalias y regresar al interior del chalet, pensando que encontraría a mis padres jugando a cartas o dándole de comer a los perros.

Pero me equivocaba. Mi madre lloraba en un rincón, desconsolada en el recibidor de la estancia con un golpe en la sien, amoratado, que le tiznaba el rostro de un color púrpura, seco, maldito. Corrí hacia ella y me tiré en su regazo, la abracé, y yo también lloré y enseguida me sentí impotente e inútil al mismo tiempo.

“Ojalá existiera un libro que te hiciera tan feliz como a la prima”, le susurré entre sollozos, “para poder regalártelo”. Luego agarré un destornillador que estaba a sus pies, seguramente era el arma con la que Ramón, ése que decía ser mi padre, se había deshecho de Sara, y lo arrojé lejos, con un odio infinito, un odio tan profundo como un pozo.

Por supuesto mi madre no quiso denunciarle porque decía que había aprendido a perdonar.

-¿Qué es el perdón? –pregunté traumatizado por aquella horrenda y triste experiencia.

-Perdonar es darle las gracias a tu verdugo después de que te haya cortado la cabeza –dijo satíricamente.

Eso es lo que ella dijo.

No lo entendí. En mi mente, la imagen de un destornillador golpeando a Sara daba vueltas como si fuera la visión de un calidoscopio.

No un destornillador cualquiera, no, sino uno de ésos con un asterisco en el extremo, un destornillador con la punta de estrella, claro está.



Cuarenta y una, cuarenta y dos, cuarenta y tres, cuarenta y cuatro…

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Fue el once de agosto, en una noche despejada y de estelas luminosas, cuando la lluvia de estrellas conocida como “Las lágrimas de San Lorenzo” inundaron el horizonte, mostrando hasta tres meteoros por minuto. Mi madre, que agudizaba la vista sobre la mira de gran precisión, vio una de ésas estrellas fugaces y se dispuso a pedir un deseo, pero siempre he pensado que tardó demasiado en hacerlo. Ahora, las partículas que sobrevolaban el espacio se podían contar con los dedos de las manos, una tras otra, como gotas de lluvia:



Cuarenta y cinco, cuarenta y seis, cuarenta y siete, cuarenta y ocho y cuarenta y nueve.

Cuarenta y nueve. Cuarenta y nueve puñaladas que enterraron el brillo que mi madre tuvo la esperanza https://i0.wp.com/4.bp.blogspot.com/_1kDFK7W7ZVg/SXfHOAqCqEI/AAAAAAAAAKE/J7-d1Lb5Wxk/s400/ojosrojos.jpgde encontrar algún día, sin saber que ella, como la mayoría de mujeres, estaba dotada de luz propia. Resulta que Ramón ya no era él, sino un maniquí poseído que aguantaba un cuchillo ensangrentado y se echaba las manos a la cabeza, como maldiciéndose. Ramón era el silencio personificado de una realidad miserable.

Dicen que la ironía forma parte de las desgracias. Dicen que San Lorenzo lloró más lágrimas que nunca aquella fatídica velada de agosto, dicen que curiosamente era un mártir, dicen que en su tumba rezaba una reveladora inscripción: “Sólo la fe de Lorenzo pudo vencer los golpes, los verdugos, las llamas, los tormentos y las cadenas”, y también dicen que era el patrón de los cocineros.

En cualquier caso, mi madre estaba muerta y esas ironías no iban a devolverle la vida.

Horas después, en el chalet, mi prima y mi tía, sentadas frente al televisor, escuchaban las noticias y se hacían eco del asesinato de una madre de familia.

-¿Ya va otra? –preguntó Lucía, obviando quién era la víctima, con gran naturalidad.

-Sí, ya va otra –respondió cruelmente una niña de diez años, acostumbrada injustamente a la barbarie humana.

Luego, los convincentes clientes de una frutería de la calle Sagunto aseguraban con perplejidad que el dueño era una persona bondadosa y encantadora, incapaz de engendrar el mal. Mi prima sintonizó otro canal, estaban hartas de contemplar guerras, hambre, miseria y pobreza. Desde luego, era bastante curioso cambiar los avatares del mundo con sólo apretar un botón llamado “Program”, pensó.

Angulo centró para que Mista rematara limpiamente a gol. Lucía imaginó que Ramón estaría frente al televisor, empinando la cerveza, disfrutando de la dosis semanal de fútbol.

Eran partidos de pretemporada. La liga de las Estrellas pronto engalanaría la galaxia.

-La vida sigue –me repetían mis familiares, tristes como cipreses, quizás para recordarme que no era yo el muerto. Quizás también por ese motivo viajé hasta Tortosa una semana después, un día de intensa lluvia, pensando en que la vida consistía precisamente en vivir. Pero a cada paso que daba veía a mi madre en una esquina, en una ventana, entre el gentío. Y todo me recordaba a ella.

Incluso un trozo de papel doblado en mi bolsillo, su fútil entrada del concierto, era como tenerla de nuevo a mi lado.

A pesar de mis ánimos, tuvimos suerte. El Hotel Corona estaba repleto de técnicos, operadores y empleados del staff de la gira. Mi prima, siguiendo los consejos de los simpáticos trabajadores, se personó a las siete en punto de la tarde, junto a Lucía, en la puerta trasera del Estadio Municipal donde tendría lugar el evento, momento en que llegaba un autobús gris como la plata, de escasa discreción y cristales tintados. No supo qué hacer cuando Alejandro Sanz apareció saludando al aire y se acercó generosamente a la valla metálica, mostrando su canosa perilla, vestido con un abrigo negro, gafas oscuras y una gorra en la que rezaba la frase: “Beachwear”.

A mi prima le temblaron las piernas y las manos y los dedos y los labios. Entonces, cuando ya estaba tan cerca que pudo tocarlo, y sólo entonces, con el alma encogida en un libro y la deidad resplandeciente sonriendo frente a ella, pronunció cuatro torpes palabras:

“Tú… eres mi estrella”, le dijo espontáneamente mientras se echaba a llorar.

Pero… ¿Qué eran las estrellas? La fascinación que mi madre sentía por ellas me empujó a estudiar astronomía para descubrir después que la ciencia no tenía nada que ver con la magia que desprendían. Era una energía repleta de esperanza, una estepa de humanidad por conquistar que pululaba en el interior de todas ellas como motas de polvo. Las estrellas nos recuerdan que hay una luz inquebrantable que no se puede extinguir, la luz de la libertad, cuyo fulgor se renueva con cada sonrisa, con cada abrazo, con cada beso. Las verdaderas estrellas son víctimas que se van sumando en el oscuro tapiz de la violencia, un universo tan apagado como las indolentes excusas que lo perpetran.

Y allí, en la expansión de la nada, en el lado más salvaje del alma humana, perdió Ramón su cordura, su palabra, su corazón y su familia.

A decir verdad, perdió tantas cosas que terminó por perderse a sí mismo.

Durante el espectáculo, advirtiendo mi desolación, Lucía intentó convencerme de que en el espacio, sobre nuestras cabezas, había otro cuerpo celeste que era eterno y brillaba con más intensidad que sus hermanos: se llamaba Sara, tenía treinta y cinco años y le gustaba la astronomía.

-Está allí arriba –dijo señalando al cielo.

No es lo mismo ser que estar… –recitaba Alejandro Sanz, en ese mismo instante, sobre el escenario…



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4 Responses to “Estrellas”

  1. catigomez Says:

    Una historia terrible contada con una sensibilidad exquisita. Muchas gracias, Pedro.

    Me encantan las estrellas, pero ojalá no tuviéramos nunca más una estrella como ésa. Ni una más.

  2. Claudia Aynel Says:

    Un relato doloroso, escrito con un estilo muy personal. Me ha gustado, aunque me ha dejado un poco chafada. Y lo malo es que esas cosas ocurren…

  3. El barquero Says:

    Una vez me preguntaron si este relato estaba escrito a través de una experiencia personal pero afortunadamente no he vivido ningún episodio de violencia de género en mis carnes ni en la de mis familiares ni amigos. Escogí un viaje a Tortosa (donde conocí a Alejandro Sanz, eso sí es cierto) para ubicar este episodio negro que en principio iba a participar en un concurso contra la violencia de género de Constantí pero que finalmente dejé aparcado.

  4. […] Estrellas septiembre, 2009 3 comentários 3 […]


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